Vicorto, ciudad de vacaciones
Ya nada me parece más romántico que ayudar a alguien a elegir el contenido de la caja de herramientas de su casa. Y lo creo porque hubo un antes y un después de la compra de mi primer taladro percutor, y nunca más olvidaré el primer orificio que realicé en casa (de hecho le tengo cierto cariño).
Supongo que forma parte del proceso de construcción personal y también supongo (porque parece evidente que esta teoría sólo se puede aplicar a mi persona) que, equivocado o no, me parecen románticas ciertas cosas que en realidad no lo son.
El pasado fin de semana, por ejemplo, pasé unos días en el páramo albaceteño; más concretamente en Vicorto. Me pareció un sitio realmente romántico porque el terruño le sonaba los mocos a los aljibes y la gente hablaba de porqueses completamente aterradores. Mi asombro se disfrazó de admiración cuando dos hombres discutían sobre si la caña de cerveza se debía beber en la barra o sentado en la mesa. El que propulsaba más ardientemente la voz defendía que la barra era para la caña y que el botellín (tercio o quinto) se debía de utilizar para sentarse. Su defensa se basaba en que la botella le daba más presencia a la mesa, vistiéndola más de oro y grana. El otro le intimidaba con el presupuesto temporal, afirmando que la caña tenía más cuerpo y más vigencia.
Si hubiera tenido una cámara de video podría haberlo filmado pero le hubiera quitado romanticismo a la escena: la realidad es la guillotina de lo hermoso inventado, que es lo mismo que decir romanticismo.
A mi me parecía romántico cantar por las noches con los amigos, guitarra en mano y creo que perdí la adolescencia la noche en que dejé de cantar con ellos y me dediqué a pedirle peras al olmo.
Pero lo que más romántico me pareció en los últimos días fue que José Antonio nos invitara a su pedanía y nos ofreciera cama, toallas, carne de cordero y amistad. Después de una brutal enfermedad que le borró durante unos meses la sonrisa de la boca nos metió en su casa y nos contó que era el nieto del hermano y que el terruño que veíamos era, en realidad, un vergel. Todos acabamos viéndolo así y dándonos cuenta de que estábamos en medio de la luna, a la verita de las nubes.