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dimarts, de febrer 20, 2007

20 de febrero de 2007

El libre albedrío encarcelado

Reconozco que me da vergüenza que alguien me explique utilizando la literatura y pánico que lo haga con las matemáticas. Dicen que por medio de las teorías fractales se puede representar cualquier figura geométrica, por medio de una pirámide...Quiero pensar que todos nos merecemos ser entendidos por alquien aunque ése alguien sea múltiplo y divisor al mismo tiempo. Y como me empeño en explicarme en cada cosa que leo, acabé intentándolo con un texto que hablaba del libre albedrío. Apareció con cuerpo diez, justificado a la derecha (mal comienzo) una frase de Schopenhauer que venía a decir algo así como que el hombre puede hacer lo que quiera pero no desearlo. La frase me pareció de una simplicidad asombrosa, de una sensatez abrumadora.
Hace tiempo que quiero un reloj de cuco, de ésos que tienen ventanita y pajarico, con números romanos, precisión suiza y estética espartana. Tal vez porque en casa de la Elvirín siempre hubo uno al lado de un monje que indicaba la humedad en el ambiente, la posibilidad de llover, las ganas de llorar del cielo. Y lo quiero porque mi libre albedrío se moja cuando escupe el cielo, me moja las gafas y me besa las suelas de los pies. Y me doy cuenta de que llevo lentes, porque cuanto más pasa el tiempo más necesitamos ver lo que tenemos delante y las dioptrías mentales se deslizan hacia la retina.
Y me parece mejor lo del cuco que lo de capturar granitos de arena y hacerlos bailar dentro de una botella, para preocuparnos por su caída. Aunque el mérito se lo doy al monje y el misterio de la humedad. Me prepara para lo que hay fuera. Cuando llueve se condimenta el universo y todo huele. Me acuerdo de mi padre cuando cae el agua por los tejados porque siempre me ha parecido una gota de agua. Ya ha pasado los setenta y varios sístoles sin diástoles. Lo imagino con el capote de amianto a la espalda, para que no le mordiera el hierro fundido, y siempre me da la impresión, en ese sueño, que debería estar lloviendo. Incluso recuerdo las tardes de febrero, devorando novelitas de vaqueros que cabalgaban bajo el cielo gris.
Así que me negué a ser explicado por las matemáticas y necesité, por un instante, que lo hiciera el libre albedrío. Volví a pasear sobre un suelo mojado, en un ático lo suficientemente alto como para tener vistas a mi piel. Y decidí tener lo que quiera, aunque sólo sea intentándolo de lunes a domingo.
Y por eso me gustan los relojes de cuco, con pajarico y ventanica, sobre todo si se colocan justo al lado de uno de esos monjes que, con el dedo y la capucha, te dicen cuando llora el cielo, cuando te toca llorar a ti.

19 de enero de 2007

Asuntos de peluquería

Mi peluquero, el Campanario, me corta el pelo, informa y filosofa sobre el mundo a partes iguales. A veces los tres servicios me cuestan ocho euros, otras ni eso. Mientras se pelea con el pelo que todavía lucha contra la alopecia habla de su barça, de la familia y de todo lo demás.
Tiene una foto de colores apagados y sonrisas relucientes: es uno de esos instantes juveniles, en la calle, con un grupo de chavales. Casi todos se abrazan con el alma y se dicen que se quieren a su manera. Al mirar la instantánea recordé que yo tenía una igual a esa, pero en otra calle, abrazado a otros amigos, Por eso me gustan las cosas iguales a las demás: nos hacen diferentes. El caso es que una persona anónima le brindó a él y a los demás, con un golpe de dedo índice, un pedazo de recuerdo que permanece en alguno de los hemisferios de su cerebro. Y ahora que se ha descubierto que el cerebro no trabaja por hemisferios, el recuerdo habrá encontrado otro pisito donde seguir alquilado. Siempre pensé que los recuerdos eran inquilinos morosos, con contrato pero sin visa para pagarlo.
Mientras culebreaba entre el cuello y el flequillo, justo antes de la cuchilla, Edu me preguntó si notaba algo extraño en la fotografía: efectivamente, no había ni un sólo coche en toda la calle. Su teoría al respecto, como casi siempre, no tenía desperdicio. Los males del siglo XXI estaban alimentados por el tráfico rodado. Me apunté la idea en la agenda para, como siempre, desarrollarla por otros derroteros. Y es que la invasión de vehículos en nuestra parcela de existencia se parece a la del cangrejo ermitaño; los coches utilizan nuestras casas para pasearse sin pensar en los demás, protegidos por nuestra propia coraza. Nosotros creamos sus normas de uso y ahora son ellos los que deciden si seguimos vivos o no.
Mientras me sigue cortando el pelo le da vueltas al sillón y a la vida. Siempre le escucho porque sólo oír me parece demasiado poco desesperado. Y reconozco que no me gusta que me cuente tantas cosas de su vida porque me suele dar la impresión de que está narrando la mía.
Si después de cortarte el pelo esperas unos minutos, seguro que llega cualquier friki del barrio a cantar o a discutir sobre cualquier asunto que no tenga la más mínima importancia.
Me fascinan muchas cosas de aquellos 27 m2, pero lo más espectacular es siempre el final. Después de rasurarte la cabeza y quitarte un poquito de orgullo te pasa por detrás un espejo con un marco de madera. Supongo que es para que te veas la nuca y el corazón, que a veces está por allí también. Es el clímax observarse por detrás, donde acaba la obra de arte y empieza la vida, donde todo empieza.