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dimecres, de juliol 17, 2013

19 de julio de 2013

La Línea de la Concepción 


Cuando toda una ciudad nace delimitando miedos se convierte en un espacio expectante, hermoso y sagaz. Pero sobre todo, acaba siendo un lugar donde la gente decide qué hacer en función del viento: si hace levante, tapean y sacan conejos de tus chisteras, se mueven por la Calle Mayor. Si hace poniente, sonríen al abrigo de las mangas de camisa de tus sonrisas, hacen espeto sin sardinas. Parece una ciudad sin febreros donde florezcan almendros, sin climas propicios para amar. Tampoco es posible pasear sin tropezar con las esquinas de sus periferias, llenas de bares y degente dentro y fuera de ellos.
Cuando toda una ciudad crece y hace crecer a otra (vamos a llamarla, por ejemplo, Gibraltar) va dejándose pequeñas gotas de sangre a un lado y a otro de la frontera, esalínea que pintan unos señores en sus despachos de colores. Luego la gente abandona sus chabolas y se mete de okupas en las calles y en los antros. Y lo material parece predestinado a no llegar a percibirse realmente en su justa medida; por éso te dan ganas de leer los periódicos si estás solo por el día, o abrazas la almohada de la cama de tu hostal si estás solo por la noche... son las terribles ganas de completar la cuota de realidad tangible necesaria para sentirse persona. Y conviertes a la ciudad en una terrible hembra y acabas entendiendo sus caderas y la caracoleas aunque no salga el sol, ¡cómo le haces el amor a sus chaflanes!... Y se ve como la ciudad se marca undesnudo integral sobre la barra de tu bar.
Cuando toda una ciudad crece y da la casualidad de que es Domingo Rociero, Pepe y Peli te llevan a casa de Dani y Dunia, a comer pata y beber botellines: sol, incandescencia y olor a hierbabuena. En el patio, varias generaciones se mezclan, y se arrancan a cantar en medio del sofocante calor. Vestidos con el corazón en la mano, risas y algo más que beber y comer, y algo menos que reír y vivir. Nadie te conoce realmente pero la mayoría de la gente parece saber quién eres. Dan ganas de quedarseallí casi siempre, como te quedarías en un refugio nuclear o en una cabaña de árbol de verano de niñez. Luego llega la tarde y los colores, y ya no eres ajeno a nada ni a nadie. De la misma manera tus gramos de libertad siguen intactos y puedes desaparecer sin dejar rastro o quedarte allí para siempre. En las casetas se mueven los volantes y el apareamiento cromático es animal, musical, desconcertante: las mujeres meten sus abanicos entre las tetas y describen, con sus vestidos, parábolas imposibles en los universos de los hombres de barra y sombrero cordobés. Los demás brindan con la muerte y beben todo lo que pueden y deben.
Cuando toda una ciudad muere, un poco, llegas al callejón de la muerte. Escondes tus gramos de locura, tus medios, tus cuartos... Y huele a cazuela de potaje por el suelo, se juega al bingo. Los callejones siempre huelen a final de trayecto de tren decercanías, y cuanto más intrincados son más fáciles de aborrecer resultan. Las calles estrechas son las ganas de besarse que tienen las paredes de los edificios, en cambio nosotros las usamos para esconder nuestras miserias y traficar a pequeña escala, que es envenenar las mañanas y las tardes y las noches. Si una ciudad quiere morir lo mejor es sacarle cinco euros a cada cartón de tabaco y recortar páginas de su diario y atascarse; y oler a viento de poniente o de levante. Y pasar los días en esas cosas.