Total de visualitzacions de pàgina:

divendres, de febrer 18, 2011

18 de febrero de 2011

Todos somos Alfred Hitchcock


Había asistido a cursos de autoestima pasajera con olor a gasolinera; también le dijeron que se leyera dos libros sobre el tema, pero al final y al principio, le sonó como suenan los sonajeros: todo daba lo mismo, todo se escuchaba igual, sin matices, pero con un ruido tremendo y con falta de ritmo.
Su problema era, sin lugar a dudas, él mismo: llevaba mucho tiempo mirándose al espejo e intentando entenderse...sin resultados. Casi todo el mundo con el que hablaba le daba la razón, porque había estudiado mucho y, sobre todo, porque había empapelado las paredes de su casa con diplomas enmarcados que demostraban que era muy inteligente. Pero él, cuando llegaba a su casa, era incapaz de recordar qué había procurado decir. Tenía tan deformado el sentido de la responsabilidad sobre lo que decía que peligrosamente acabó repercutiendo en lo que hacía.
Incapaz de comprenderse, en sentido estricto, se dio todo el tiempo del mundo para permitírselo todo, a ver si había suerte y comprendía por qué tenía miedo a perderse en las montañas.
Nada. Acabó. Dios. Ira. Ave.
Finalizó, ese día, en medio de la noche y a punto de empezar a trabajar en la fábrica de peluches. Fue a almorzar y se sentó en medio de las vigas de acero, a tomar algo caliente. A los diez minutos del mismo café matutino de todas las semanas, su compañero de mesa, de puesto de trabajo y del alma le propuso apuntarse a una academia de corte y confección.
Al llegar al casa se abrochó las zapatillas, se abotonó la chaqueta y se metió en el bolsillo el metro amarillo que le había regalado su abuela.
Una vez en la academia, el profesor le propuso ponerse a prueba reparando un agujero en medio de una chaqueta de carpintero.
Primero, no veía el agujero (ni el problema) Segundo, no conseguía introducir el hilo por el ojo de la aguja (ni lograba demostrarse que podía hacerlo) Tercero, le temblaba el pulso (que es sinónimo perfecto de no creer que lo haría) Por último, colocó el trozo de tela, tapó el agujero y lo remendó.
Y entendió que, si alguien es capaz de remendar algo, seguramente es porque se había dado cuenta de que alguna vez se equivocó, y de que el lugar donde lo hizo fue ese mismo sitio donde había un agujero. A cada puntada que daba le iba correspondiendo su correspondiente lágrima fecal. Hasta que llegó un punto en el que había desechado tanta basura de su cuerpo que todo terminó creciendo alrededor suyo.
A la segunda clase ya sabía asegurar los botones de las chaquetas, y pensó, al mismo tiempo que cosía sin parar, que Alfred Hitchcock también tuvo que haber padecido, alguna vez, un tremendo dolor de huevos.