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dimarts, d’octubre 20, 2009

20 de octubre de 2009

Bares de carretera


A veces a uno le da la sensación de que está pasando el tiempo como un huracán por su lado, arrasándolo todo a su paso. Y a veces uno no se da cuenta de ello hasta que no observa el devastador páramo que ha dejado el vendaval a su paso. Sólo unos cuantos ven en ese dolor indescriptible un perpetuo analgésico contra el desamor. En cambio otros nunca más volverán a entender qué les está pasando en sus vidas.

Esta sensación la asocio a las paradas que realizo en los viajes, en los fascinantes bares de carretera. Me parecen lugares formidables donde morir un poco por su anonimato, su cadencia triste, sus papeles en el suelo y esa sensación de que allí dentro ha estado lloviendo durante toda la noche. Incluso el tiempo suele acomodarse en estos sitios en los que nadie se mira, nadie se toca.

Algunos de ellos, como el de La Font de la Figuera, son completamente ineludibles. No puedes hacer nada, sólo paras a la salida del pueblo, haciendo la curva a la derecha, dejándote el orgullo al otro lado.

Al entrar por la puerta de estos lugares suele producirse una extraña sensación de vergüenza difícilmente explicable si no se es viajero o si nunca se ha tenido una tremenda frustración en la vida. Si los bares de la gran ciudad se llenan al abrigo de las decepciones amorosas, los de carretera se vacían en proyección aritmética.

Y a mí los huracanes me fascinan, hasta el punto de que solía quedarme de pequeño en medio de los descampados, cuando más aire hacía, y cerraba los ojos. Creo que lo hacía porque la sensación de que eres una hoja de árbol no se tiene todo los días, y es difícil de conseguir. Y llegaba a casa lleno de polvo y de vida. Ahora esta sensación sólo la encuentro en los bares de carretera, porque ya no quedan descampados en las grandes ciudades, ni se mueve el polvo de manera circular, ni llego a casa lleno de polvo.

Y si alguna vez tengo la sensación de que un huracán está arrasándome, salgo de viaje y paro en los bares de carretera abandonados, ésos por los que alguna vez pasó la nacional. Y una vez allí, con mucha vergüenza entro por la puerta. Y veo que nadie se mira ni se toca. Y me siento en frente de la vitrina de las navajas, siempre en la barra, que es el alma de los bares. Sé que me juego la vida en esos momentos, pero ustedes saben que lo que duele es infinitamente más curativo que lo que no. En cierto modo creerán que no es tan admirable entrar en un bar de carretera, pero les aseguro que no hay un lugar más alejado de la tierra que una banqueta al fondo a la derecha, frente la vitrina de navajas, en la barra de un bar de carretera.