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dissabte, de juliol 21, 2007

20 de julio de 2007

Llorando, viviendo, lloviendo

Lloraba: ella iba en bici y yo en tranvía. Llovía y, aunque lo parezca, no estoy haciendo literatura. Los que entienden de ésto saben que la vida, si se cuenta tal y como sucede, acaba convirtiéndose sin querer en pura literatura. Hacía frío y los dos llorábamos, cada uno en un medio de locomoción distinto. A mí, en ese momento, no me pareció que hubiera en el mundo un acto más bello que llorar en bicicleta por la ciudad. Hacerlo dentro del tranvía era pura cobardía.

Además de llorar era preciosa, incluso llorando (y me atrevería a decir que más bella por este hecho) y sujetaba un paraguas, y olvidaba las penas a golpe de pedalada, como solemos hacer los demás, pero sin bicicleta.

Pensé que alguien me haría pagar por contemplar aquello: llevaba varios días por la ciudad y nadie me había dejado hacer nada interesante si no era pagando con anterioridad. Pero no sucedió. Era gratuito y hermoso. En un momento determinado ella se puso al lado del tranvía, como un elegante animal de ciudad, herido. Yo intenté averiguar desde el otro lado del cristal por qué lloraba y, como siempre que intento averiguar algo de los demás, acabé entendiendo lo mío un poco mejor.

Me pareció poco solidario que nadie la parara y la invitara a tomar un café, o le ofreciera un pañuelo contra el azar. Era la gran ciudad y allí cada uno se suena sus propios mocos. De hecho recuerdo una frase que leí sobre el amor y el desamor en las grandes urbes. Era algo así, “Abandoné la posibilidad de que me sirvieras gin-tonics por olvidarte; es absurdo que te siga viendo por todas partes”. Yo no sé por qué lloraba, de hecho me sentía un poco como un telespectador de programa vespertino, donde va la gente a decir lo que le pasa y donde se acaba mintiendo sobre lo que de verdad te sucede.

A veces intentamos explicar las cosas que vemos o que nos pasan: ¿cómo demonios se llama el ratoncillo que aparece en Dumbo?¿Por qué cuando te dejan la gente va besándose con ímpetu por la calle? Yo intenté generar mi propia teoría sobre lo que le pasaba a ella y no lo conseguí.

Y mientras el cielo se iba pintando cada vez más de gris, una señora me pidió paso para bajarse en la próxima parada. Tendría alrededor de noventa años y una espléndida sonrisa, de anuncio de dentífrico. Y quise bajar, e invitar a la chica de la bicicleta a un café, pero en ese momento giró por la calle más lejana al tranvía y se difuminó por entre los restaurantes, los pies y los chicles pegados en el suelo de la enorme ciudad. Y nunca más la volveré a ver porque entendí la verdadera razón por la que lloraba.

Era en el norte de Europa. Llovía. Ella iba en bici y yo no.

dissabte, de juliol 07, 2007

20 de junio de 2007

El bueno, el feo y el calvo
La sordera de manos se cura con un audífono que es como la huella dactilar de guante para lavar los platos. Es la sensación que me da ofrecer la mano a alguien que lleva guantes de plástico, de cirujano de teleserie americana, de anuncio de televisión de señora (señor) de la limpieza.

Parece curioso que el peso específico de la limpieza del hogar, que ha recaído históricamente en las mujeres, esté iconizado por un señor calvo y que, en el colmo de la famosidad, también vende boletos de lotería por navidad, y tiene un chicle que aparece mágicamente después de relamer un maravilloso chupa-chups,...y sobre todo, que vende atún a golpe de ripio (gracias, Jesús Puente, gracias de verdad) En cambio, uno de los traumas que más han perjudicado a las generaciones que crecimos con Érase una vez el hombre: no había calvos. La historia nos está vejando de una forma apabullante. Los calvos no tienen sordera de extremidades, porque queda claro que han decidido chocarle la mano al mundo con la cabeza.

Si a los calvos les ofrezco, por pura solidaridad con ellos, un espacio en la historia de la humanidad, a los feos no les deseo menos (también por pura identificación personal). Éstos sí que aparecían en masa en Érase una vez el hombre y han movido los hilos de la tramoya social desde tiempos inmemoriales. A los feos no nos queda otra que escuchar con las manos, tocar, sentir los surcos. Pero es difícil puesto que la gente se plastifica el corazón con bolsas de Mercadona para no dejar a los demás el placer de sentirlos cerca. Casi nunca nos besamos las manos cuando nos las damos, aterrados con la sóla idea de contaminarnos con la saliva de los demás.

Y qué me dicen de los buenos,...¡uf!, los buenos sí que dan las manos, porque forma parte intrínseca de su profesión de buenos. Lo peor de todo es que están viendo como los apretones de extremidades han pasado al campo de las audiencias reales y ya no son cartas de presentación de la temperatura de nuestro corazón. Ayer le apreté la mano a un amigo y creí estar apretando la de un Borbón, la de un tipo que cobra por ofrecer manos y que tiene una sordera de manos de cirujano de teleserie americana, de anuncio de televisión de señora (señor) de la limpieza.

Valery, en un azucarillo de bar de tapa y cerveza, decía que al hombre lo que le debería dar miedo era vivir, no morir. Lo suscribo pero con una condición: no pensar que es tarde para tocarse. A compartir huellas dactilares no me gana nadie y si no es así, bajaré a la comisaría del infierno, a sacarme el carné de identidad y que un señor con rabo y cuernos me de el pasaporte hacia los demás, que es el cielo.