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dijous, de març 17, 2011

17 de marzo de 2011

El fabricante de buzones

Como su padre y su abuelo. Su tatarabuelo no pudo serlo por incompatibilidad generacional: dedicó toda la vida a criar palomas mensajeras de plumaje miel y limón.
Heredó el negocio siendo muy crío y aprendió a entender a las personas adultas en función de lo que pretendían de sus buzones de correos.
Su fábrica pronto se convirtió en una pequeña consulta psiquiátrica, porque los clientes le pedían consejo espiritual sobre qué buzón colocar en las puertas de sus casas. Él siempre empezaba por preguntarles si alguna vez se habían enamorado y, si dudaban o decían que no, los despedía con una amable sonrisa, «usted lo que necesita es una paloma mensajera» - les recriminaba. En cambio, si la respuesta era positiva, construía el camino de preguntas para diseñar su buzón perfecto.
El primer paso para tener un buen buzón siempre era reconocer las miserias: «yo he dejado de considerarme buena persona» le decía un cliente, a lo que respondía: «necesita, pues, un buzón más grande del que tiene ahora: ya no le cabe más publicidad engañosa en su vida». Otros clientes le contaban los meses que no hacían el amor con sus parejas y él siempre tenía un par de buzones o tres para tranquilizarlos.
Cansado de que se aprovecharan de su talento, decidió utilizarlos para generar sus propias teorías. Por ello comenzó a preguntar por los electrodomésticos que tenían en sus casas: «Tu nevera es el reflejo de tu alma», solía decirles. Con todos esos datos consiguió realizar un tratado sobre la personalidad de sus clientes en función de los electrodomésticos que tenían en casa. Luego, sólo tenía que convertir los datos en medidas de buzón: ancho de boca, alto de tapa, fondo de caja,... «construir un buzón es lo más parecido a convertirse al cristianismo: lo que importa es el compromiso cerrado, matasellado que uno lleva dentro y la caja que lo envuelve sólo debe contener una pegatina con tu nombre» le decía siempre su abuela al salir de misa mientras le pisaba con saliva el flequillo y la vergüenza.
De un tiempo a esta parte, en la fábrica, solía encontrarse solo, en medio de la sala de troquelado. Sobre todo echaba de menos a los clientes con ganas de ser curados con la buzonología. Nunca le había importado el dinero...de ser así habría convertido el negocio en un despacho de abogados con un más que seguro éxito personal.
El último cliente que llegó a su despachito se sentó y, al preguntarle si se había enamorado alguna vez en su vida, contestó: «entre los peluqueros anticrisis y los anuncios de clínicas dentales, estoy hasta los cojones en cuestión de buzones» Le contestó que no necesitaba un buzón, sino una cuenta de correo electrónico y, al salir, cerró la puerta y nunca, jamás, volvió a abrir la fábrica.