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dissabte, de juliol 16, 2011

20 de julio de 2011

El final del mundo

Hubo un momento en el que sólo escuchaba yo a aquel tipo. Se desplazaba por la mediana prediciendo el fin del mundo y daba la sensación de que este hecho le parecía poco; era como si después de que todo acabara tuviera que pasar alguna cosa más. A veces, a las ciudades se les vienen encima las noches: este era uno de esos días.
Del otro lado de la acera se olía el ocaso de las nubes en su boca, abierta a cal y canto. Casi nunca me interesó el fin del mundo, pero a esas horas ya no tenía nada mejor que hacer.
Yo creo que aquel tipo caminaba porque había dejado de dar besos en la boca y prefería que reventara el planeta a irse a casa tan pronto.
Hasta ese momento no me había interesado el nombre de la calle: en Colombia se entiende el anonimato de los portales, se comparte el poco protagonismo de las calles, sin nombre, vocacionalmente numéricas.
Para entender mejor su discurso apocalíptico tuve que entretenerme con sus piezas y caminar, como decía antes, como si aprendiera otra vez a besar en la boca. Así que borré de sus manos el cartón de vino y le dibujé una botella de champán. Luego lo urbanicé del todo. Hasta que no pasaron un par de semanas no entendía el estado de las cosas de aquí: es la rotura de la linealidad. Muchas veces me sorprendía, mirándome la palma de la mano y descubría en ella el dibujo exacto, el callejero en el que orientarme hacia donde quería ir: a la Troja, o a ese bar oscuro, el amasijo de cemento que me habían recomendado ver,...ese desorden colectivo, esos bocados en las aceras, esa mella que desgasta la vida y el asfalto, han conseguido que me interesara el fin del mundo, muy cerquita de la Calle de los músicos...
Y efectivamente, pensé que hasta el final de nuestros días tienen identidad nacional y que sólo los supermercados y las tiendas de novias de tergal mantienen esa estética denigrante en los paisajes urbanos: cuanto más te escuchaba, mucho más mar aéreo me parecía mi estancia en ese pedacito de tierra.
Había quedado, después, con Dani a tomar unas cervezas y me había dejado de interesar el final del mundo, porque era ‘juerves’. Una vez dentro del bar, apareció en la televisión Europe, y sonaban los acordes de The final countdown. Dani me miró y me dijo, con una sonrisa de odio y enfundado en su camiseta de AC/DC, «Fernando, esto es auténtico rock de peluquería...» Pasaron varias cervezas y media hasta que me di cuenta de que uno de los sitios donde quiero pasar el final de la humanidad es Barranquilla.
Volví para comprobar que seguías intentando informarnos del final de la historia del hombre, dado que al final de la mía parece que le quedan algunos capítulos más, y algunos menos. Gracias.