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divendres, d’octubre 10, 2014

Octubre de 2014

El hombre del taburete 

Siempre ocupaba el mismo sitio en el bar de enfrente. El camarero y él habían llegado al acuerdo de que, ni él pedía nada al llegar a su silla ni el camarero se equivocaba en lo que él quería tomar.  Por aquel entonces, el verano se había deprimido con tanto desorden por el barrio que nunca más se supo si había abandonado definitivamente su condición estacional. Por eso, los vecinos se equivocaban siempre en la elección de la ropa adecuada y se podía ver, indistintamente, a gente vestida como si fuera a pasar un día estival o a personas que se preparaban para una terrible ola de frío. Tan organizado estaba el desconcierto, que había, en las conversaciones, olvidos de nombres, silencios aterradores, gritos y besos de esos que se dan por los portales si hace frío. Y los muchachos bajaban al parque a columpiarse en medio del sencillo trastorno. Y había muchos coches aparcados en doble fila.
Se había enamorado, 'de oficio', de una secretaria de una compañía de seguros, que olía a hierba recién cortada y se sonrojaba cuando escuchaba la palabra 'coño'. No sabía muy bien por qué había decidido bajar de los taburetes de los bares tras el olor de su desnuda nuca. En cambio era perfectamente consciente de que tenía que dejarla crecer en su pecho húmedo y fértil, tenía que verla germinar.
Todas las tardes, el tipo que se sentaba siempre en los mismos sitios iba a cosecharla, vestido de cualquier día de la semana que no fuera el día en el que iba a cosecharla. Ella olía cómo se acercaba y no tenía más remedio que esperar a que él llegara a seleccionarla, con la maquinaria adecuada, en la época del año exacta, en el momento del día ideal para que todo sea perfecto. A veces la circunvalaba para poder reconstruir todo su cuerpo, todos sus gestos, desde todas sus opciones. Otras, se limitaba a verla de lejos, por detrás, porque le gustaba imaginar sus gestos al encontrarse con el frutero, la panadera y el dentista de la esquina... Y sólo se puede imaginar el gesto de una persona si se la mira caminar de lejos.
Y como el verano se había deprimido, y como él se había enamorado de oficio y sólo quería cosecharla, dejó de circunvalarla y averiguó dónde trabajaba.
Ella salía de la oficina y siempre acababa en una esquina de la calle, como escupida por el edificio. Muchas veces había pensado que era algún tipo de fuerza de la física, que en algún libro había algún capítulo dedicado a por qué ella acababa en el mismo rincón de la calle al salir de trabajar. Pero se curó de su ataque de cordura un día que un borracho le dijo que las cosas en general, le escupían a la cara, y que los edificios en particular, mucho más.
Él la recolectaba.
Y la secretaria leía y soñaba, tocaba y sentía, pensaba y hacía... Hasta que se puso a recolectar piedras en una preciosa calita azul, una de esas calitas en la que las tortugas van a desovar...
Y el desconcierto les casó por lo civil.