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divendres, de novembre 19, 2010

19 de noviembre de 2010

Cuento de navidad


Había crecido amontonando libros y colecciones de periódico caducadas, que volvían a la actualidad casi todos los otoños. Por éso planificaba su vida en función del horario comercial: nunca descansaba en navidades, se fijaba en las tiendas de los vecinos para abrir la suya y limpiaba la acera con una escoba que tenía más de veinte años y medio.
Desde que su padre le cavó una tumba al lado de la suya al traspasarle la papelería, tenía la extraña costumbre de comparar las secciones de la tienda con las estaciones meteorológicas. Así descubrió la primavera, una mañana de agosto, dentro de una caja de lápices de colores.
El verano fue por casualidad: estaba debajo de las carpetas estampadas, entre los libros de viajes y la sección de literatura erótica.
El caso del otoño fue un tanto especial, ya que no fue él quien lo encontró, sino que fue la propia estación meteorológica la que lo descubrió. Meses más tarde, cuando se conocieron mejor, la estación reconoció que andaba años buscándole en medio de las dos rayas de las libretas de dos rayas, y que no supo nunca por qué no había salido de ese sitio para buscarlo en otra parte.
Pero llevaba más de diez años en la tienda y todavía no lograba avistar al invierno. Tuvo la valentía de contarle lo sucedido al único amigo que tenía y éste le sugirió que no se obsesionara. Por lo tanto dejó de buscarlo; así que, al no poder asimilarlo a ninguna de las secciones de la tienda, pasaba la época de frío con ropa de entretiempo, olvidaba dónde había escondido sus abrigos y nunca sacaba el agua de la nevera.
Un mal día, justo antes de que todos abrieran las tiendas de la calle excepto él, una mujer de largos tacones y besos cortos lo paró antes de entrar a trabajar, a menos de cinco metros de la puerta. Le preguntó suavemente si, además de vender lápices de colores y carpetas de dos rayas, también realizaba encuadernaciones de tapa dura. El hombre se estremeció de tal manera que tuvo que recordar que respiraba para no morir fulminantemente. «efectivamente, el invierno encuaderna las calles con gusanillo y tapa dura» - pensó - «dan ganas de ordenarte al abrigo del frío, de agujerearte por el costado y dejar que te atraviese su espiral de metal helado» - reconocía- «todo lo demás se queda vacío,... el orden, en invierno, es como la lluvia en primavera, porque todo lo hace nacer, pero dentro de ti...» La mujer menguó de tacón y alargó el tamaño de sus besos hasta tal punto que acabó estampándole en la mejilla un pedacito de maravilloso invierno, ése que convirtió al tendero en la persona más feliz de todas las que se encontraban en las quince manzanas que rodeaban su tienda.