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dimarts, de juny 19, 2012

20 de junio de 2012

Aquel vagabundo de la esquina

A las seis de la mañana aquel escuálido sujeto ocupó territorialmente aquella esquina donde, horas atrás, se pintaban besos adolescentes sabor a chicle de fresa. Nadie sabía cómo había llegado hasta allí, y les importaba mucho menos desde dónde. A él, realmente, le sudaban las manos porque eran las 6 de la mañana y sentía la necesidad territorial de permanecer en esa esquina. Se llamaba Ramón, pero por poco tiempo.

A la media hora pasaron por allí unos muchachos que venían del taller de arcilla. Le preguntaron el nombre con absoluta indiferencia y una tremenda falta de educación, ya que no iban a llamarlo de esa manera nunca más. Pronto los chavales diseccionaron su ropa, olieron su aliento y le pusieron un nombre nuevo que se encargaron de difundir, en menos de medio día, por toda la barriada.

Aquella mañana todas las persianas de los comercios orquestaban el despertar del vecindario. Olía a primavera y, si se pasaba por debajo de la habitación de Irma la Dulce, se podía ver cómo ponía suavemente periódicos en los cristales, a modo de cortina.

Los primeros que lo vieron, en aquella esquina, ya sabían su nuevo nombre (el nuevo, ya que el otro dejó de existir para siempre) y se dirigían a él con cierta cordialidad. Aunque él todavía no había hablado con nadie, quedaba suficientemente claro su estado civil, si le gustaban las fresas con nata o si se había enamorado alguna vez. El nuevo sujeto, realmente, siempre quiso mantener una relación territorial con la esquina. Cada hora que pasaba dejaba de llamarse Ramón un poco más.

A mediodía, los tenderos recogían el mercado por las calles preñadas de gente con más prisa que alma. Hubiera hecho falta más de tres días para secundar allí una huelga a favor de las vivencias perdidas. A nuestro nuevo vecino le seguía manteniendo allí una cuestión netamente física. Algunos de los que iban cerrando los comercios le invitaban a probar sus productos. Cada uno lo consideraba de una manera, hasta el punto en que todos acabaron reconociendo que no tenía ningún derecho a sentirse persona.

Olía a atardecer, en medio de los banquitos del parque. Los jóvenes pusieron dinero y entre todos le compraron un reloj digital. Quisieron despojarlo hasta de su tiempo. Incluso le impidieron moverse mucho más allá de la esquina, con lo que no le quedó más remedio que reconocer su nuevo nombre. Por todos estos nuevos acontecimientos fue olvidando su talla de pantalón y el número de su calzado. Los vecinos le construyeron un universo propio de medidas donde antes estaba el suyo.

Iba cayendo definitivamente el día. Los vecinos le dieron de cenar mientras él iba extrañándose más y más de sí mismo. En medio de la noche las prostitutas y los dueños de las casas de apuestas ocuparon todas las esquinas, incluso la suya. Él, que había llegado hasta allí, con la necesidad territorial de ver cómo se le secaban las manos.

Poco a poco se fueron haciendo, otra vez, las malditas seis de la mañana. Al fondo de la esquina, se escuchaba, como una letanía, Ramón, de Antonio Orozco.