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dilluns, de desembre 20, 2010

17 de diciembre de 2010

El hombre que quería enamorarse

Mucho temió el aterrizaje de los primeros copos de nieve en su tejado alejado del suelo: se había hecho la promesa de enamorarse a las segundas de cambio, en cuanto desaparecieran las estrellas y bajaran más de diez grados las temperaturas.
Como siempre salió de su casa pasando por en medio de la indiferencia de su vecino de arriba y la ropa interior tendida de su vecina de abajo. Los vecinos que no eran ni de arriba ni de abajo lo recorrían con la mirada, preguntándose si una persona que nunca estuvo enamorada tenía derecho a una subvención del Estado. De hecho, alguna vez tuvieron la sana intención de poner un poco de cordura en su vida, regalándole un viaje a Alaska y dejando que muriera de amor en menos de dos semanas.
Nunca se daba cuenta de que le resultaría imposible enamorarse en primavera porque todo va mucho más deprisa. Y a él, lo pausado le generaba una cierta inquietud, magnífica, que le llevaba a amar sin condición, sobre todo cuanto más frío se encontraba el ambiente.
Por este motivo decidió, aquel día gélido, esbozar los primeros bocetos de lo que sería su gran proyecto amoroso. Se alicató las heridas con azulejos de colores contra las mentiras. Tanto fue así que decidió no pasar por el lavadero de coches de la esquina; ése que le rallaba el coche pero que hacía que a la vista de los demás pareciera, al menos, limpio. Y no lavó allí el vehículo por razones obvias: esta vez pretendía enamorarse de verdad. Incluso se peinó deprisa los remiendos de las puntas de los dedos...
En todas aquellas cosas estaba, más largo que ancho, cuando pasó por entre los labios de la mujer de sus sueños. Tristemente la paró, con la excusa de quererla para toda la vida. Yo no sé si a ustedes les han parado, alguna vez, con la sana intención de ser amados para siempre; pero a ella le pareció bien, sobre todo porque llevaba toda la vida (y parte de la muerte) andando y nadie la había invitado a alquilar a medias un adosado en el polígono industrial que se encuentra entre el cielo y el infierno.
Él, con ese aire de inferioridad que le caracterizaba, supo que estaba a punto de ser la persona más inocua del planeta, porque programar el día del enamoramiento de uno es como comer turrón en Navidad.
En todo caso, y con los dientes en cruz, el hombre alcanzó a mirar el corazón de la chica pues llevaba un escote por el que se le veía lo triste que había sido durante toda la vida. Y por ello, el hombre separó el quiero del puedo para decirle al oído: «anochece más cerca del cielo que de tu boca amanece»
Nunca más dejaron de ser, el uno del otro, carceleros de sus sueños,... si soñar significa dejar de estar despierto.