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dissabte, de gener 21, 2012

20 de enero de 2012

El abrazo del infame sujeto


Se dio cuenta de que no se percataba de los pequeños detalles de las cosas de la vida casi sin darse cuenta.
Fue una mañana o una tarde de cualquier día de abril, en cualquier parte pero delante de sus ojos. Los vio girarse, por primera vez, de color negro ceniza. Se asustó porque era la primera vez que veía de verdad algo con precisión, y desde su diminuto tamaño le pareció algo muy grande de comprender. Casi que en ese momento se dio cuenta de que Bruce Lee gana en todas las películas excepto en la que muere.
Pronto se convirtió en aquel ser despreciable que ondearía por el barrio a merced del viento del norte. Manoseaba con sus ojos los rincones de las cazadoras, olía los besos de los adolescentes en los bancos de los parques; escudriñaba (había dejado de mirar)
A ella la conoció mucho después de terminar de contar los melanomas de su perro. Más concretamente fue entre el alquiler de aquellos prismáticos de ver de cerca y la adquisición del soldador de precisión. Cuando la vio por primera vez ya la había visto muchas otras veces.
La gente del barrio contaba que aquel ser infame la cortejó uno de los tres días en los que no salen a la venta los periódicos, aunque las putas siguen trabajando y saliendo en los diarios. Otros, al preguntar por la extraña pareja, giraban la cara sin querer ni saber contestar.
En todo caso, la muchacha ya había sido cortejada por el mar así que de nada le sirvió al ser detestable llenarla de sal por las noches.
Lo vecinos de las manzanas colindantes afirmaban que se conocieron mientras ella paseaba, destilando silencio, como una gran ave en la ingravidez del precipicio. Justo antes de que cayera desplomada, el detestable sujeto la alcanzó. Todos lo vieron todo, incluso quisieron avisarla de que su rescatador merecía una de la peores muertes conocidas.
El único habitante del barrio que quiso dar su nombre me dijo que tuvo que sentarse a contemplar la escena: «yo lo vi todo. Su vestido blanco, las lágrimas sobre la piel (también las vi) el abrazo de ése ser lamentable. Calculé que le quedaban, todavía, doscientos cuarenta abrazos como ése para entender la vida un poco —dijo el viejo— A la izquierda estaba el campanario iluminado. Tuve que sentarme en el banco reservado a los jóvenes enamorados para no parecer un mirón. Después del abrazo yo estaba más tranquilo también. La besó: nunca merecerá otros besos más perfectos en su abrazo que aquellos.Incluso pensé en levantarme y felicitarla. No me moví de allí durante horas. Todos lo sabían —comentó el ciudadano— iba a desmontarla poco a poco hasta convertirla en un montón de piezas sin sentido.»
Murieron de jóvenes, dejando de tener miedo a todo y olvidaron sus nombres junto al número de la Seguridad Social.