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dimarts, d’abril 18, 2006

20 de enero de 2005

Rebajas de enero

La malévola mente mediática de los publicistas ha conseguido que en enero la única imagen mental que me persigue de la cama al cuarto de baño sea la de esa infernal mujer que cada primer día de rebajas entra extasiada por las puertas de El Corte Inglés. Muchas veces he apostado por ella en mis quinielas del Príncipe de Asturias al mejor deportista del año: los jueces, hasta ahora, nunca han escuchado mis plegarias.
Señores dirigentes, tengan en cuenta la voz del pueblo y orienten su concepto de deporte hacia otras manifestaciones tan arriesgadas, sufridas y culturales (por ese orden) como las rebajas. Estoy más que convencido de que esa madre de familia fustiga mentalmente a sus hijos por hacer cola durante horas a las puertas del concierto de Fito. La condición humana está llena de contradicciones.
Cuando el frío y las rebajas aprietan se deprecian las cosas y a mi me invade una extraña melancolía porque mi irresistible realidad es no encontrar ninguna ganga. Y es un hecho curioso porque en mi árbol genealógico hay familias enteras que viven de los ofertones y curiosamente nunca adquieren nada que les haya resultado excesivamente caro,...ni tan siquiera caro.
En la cuadratura de mi círculo de amigos también se amontonan los individuos que viven inmersos en una espiral de ofertas y lo peor de todo es que acaban rebajando al cincuenta por ciento todo lo que has comprado tú en los últimos veinte años.
Aunque parezca mentira creo que los más perjudicados en este tema son los jubilados: paseando por la avenida de mi ciudad he topado con una barrera humana de octogenarios que esperaban pacientemente a las puertas de una tienda de venta de móviles. Yo no sé exactamente qué novedad vital les deparará este comercio pero estoy convencido que no la necesitan. Es lo que tiene opinar: uno siempre cree tener la razón. Pronto imagino a esta barrera humana de personas colgados del móvil de última generación en Benidorm, fruto de otra de las ofertas de su vida.
Demasiado a menudo corremos hacia la oferta sin zapatillas. Yo hace tiempo que ya no huyo del frío porque tengo en mis manos la ganga: es morena, bajita y no está mal.

21 de febrero de 2005

Mis expectativas

Hacia tiempo que no rastreaba las publicaciones suburbanas, esas que se amontonan en las cafeterías, que soportan las manchas de espera de los novios en las barras, esas que resuelven crucigramas y enmarcan con colores los conciertos y las exposiciones de macramé. En ese viaje por estas publicaciones me he reencontrado con mis viejos fantasmas: "Se abre el plazo de inscripción para el Curso de azafata de congreso". Yo que creía haberme desembarazado de mi espíritu cursillista tuve en ese momento un extraño cosquilleo en el estómago y unas terribles ganas de apuntarme el teléfono de contacto en la agenda. Cubrir las paredes de tu vida con diplomas de asistencia es como empapelarte el corazón con medias verdades: nunca se tiene suficiente. Por eso pensé, al leer el curso de Azafata de congreso, que el destino me daba otra oportunidad de cubrir expectativas, en general.
Es parecido a lo que nos ocurre a la hora de sonarnos los mocos: se genera una expectativa y acabas escudriñando el pañuelo para comprobar texturas, tamaños, olores,...es un matrimonio entre el inconformismo y la curiosidad difícilmente explicable en otras facetas de la vida.
Además ustedes ya habrán decidido si generar una magnífica ley universal europea fruto de las expectativas de otros o, a raíz de las últimas votaciones, pegarle un vistazo a la constitución que tienen en casa (la suya, vamos). Aunque en casi todas las facetas de la vida es odioso comparar a menudo es el único recurso que nos queda para saber si nos quieren tomar el pelo. A mi esto de la constitución me suena un poco a lo de pedir doble de queso en las pizzas por encargo: cuando llegan a casa a uno le da la sensación de que lleva la misma cantidad de queso pero no puede demostrarlo. Pero claro, se trata de mi expectativa, no de la de ustedes...
También es verdad que cada persona genera sus propias metas y le resulta difícil creer que no las alcanza en su momento determinado: hace unos días y abrazado por una nube de posavasos escuché a un tipo despavorido gritando al camarero, desde la otra punta del garito, que no le quedaba Camel en la máquina. Me dio un poco de lástima porque tuve claro que aquella persona iba a dejar el mundo de los crédulos para sacarse el carné de agnóstico, a no ser que encontrara otro paraíso del tabaco, otro Shangri La.
La verdadera expectativa es la que se cumple en silencio, con los ojos cerrados, los párpados abiertos y las palabras a medio camino entre la boca y el corazón.

17 de marzo de 2005

Cáncer de motor I

Me tengo que comprar un coche nuevo por razones que todavía desconozco. No es un alarde de capacidad económica sino más bien todo lo contrario.
Yo, por la calle, me fijo tanto en los coches como en las inclemencias meteorológicas, así que no es extraño verme en manga corta en invierno y no darme la vuelta ante el sublime coche tuneado de turno. ¡Viva el Nen de Castefa!
Ahora que voy en busca y captura de un coche me acuerdo de los que tuve antes. Y con mucha nostalgia, sobre todo, de un seat 124 que me regaló mi primo Santi. Yo no suelo tener sentimientos humanos hacia los aparatos mecánicos pero el famoso doble carburador del 124 y su manera de surcar las carreteras me asfaltaron el pecho para siempre. Le puse de nombre El Torete, en honor a esos pandilleros ochenteros que llevaban de calle a los sufridos agentes de la ley con coches como el que tenía yo por aquel entonces. Mi condición de vasco hacía el resto y no había control policial que se resistiera al canto de sirena de mi Torete.
Con él conocí el maravilloso mundo de los desguaces. Aquellos lugares caracterizados por un caos ordenado me recordaban (y me recuerdan) a mi cuarto de estudio. Encontrar las piezas era una aventura y su ecosistema mezclaba el edor a aceite con el aroma de las buganvillas. A los veinte minutos de vagabundeo siempre te asaltaba un perro que hacía las veces de guardia de seguridad y de acompañante por el entramado de vehículos. En busca de mis piezas encontraba coches con las guanteras llenas de facturas de restaurante chino, pañuelos amarillos y manchas de carmín en los asientos de atrás. Automóviles que almacenaban historias de amor y odio a partes desiguales. Cerraba los ojos y pensaba que todos ellos olvidaron un rastro de su vida en el interior del coche sin darse cuenta, como el que pierde las zapatillas bajo el sofá en las noches de cerrado invierno. Yo tenía el honor de meterlas otra vez, cambiándoles el nombre, en mi imaginario mundo real.
El coche que me compre intentaré no llenarlo de kilómetros: lo empapelaré con facturas de restaurantes chinos. Sería una lástima que alguien fuera dentro de unos años al desguace y no sintiera lo mismo que sentía yo en busca de mis piezas, al abrigo de las buganvillas.

20 de abril de 2005

Cáncer de motor II

Ya mudado, con mi nueva piel automovilística, recorro las calles y las consignas de la Dirección General de Tráfico: prohibido escuchar música demasiado alta, prohibido mirar los escotes de los viandantes y, sobre todo, prohibido el uso del móvil: ¿para cuándo prohibir el trabajo?
Y digo esto porque a mi, lo que más me distrae últimamente al volante, es el trabajo y todavía estoy esperando a que algún avispado político nos impida, por decreto ley, laborar. En ese orden de cosas también eliminaría los buenos programas de radio que tanto me distraen al volante así como la capacidad de mi bombona de butano que ocupa una parcela importante de mi hemisferio izquierdo.
Ya que estamos vendiendo armas a Venezuela que no matan y vamos a construir pisos de diseño que no serán vivibles, estoy convencido que estas medidas que les estaba proponiendo serán tomadas muy en serio por los que llevan el volante de nuestra sociedad.
Y volviendo a las benditas prohibiciones y las cosas que nos distraen al volante yo vengo notando de un tiempo a esta parte que más que mi móvil me despistan sus prestaciones. La que más me viene preocupando últimamente es el diccionario intuitivo. Se trata de esa increíble opción que adivina las palabras que pretendes escribir incluso mucho antes de pensarlas (pobre Ana Rosa Quintana, ya hemos descubierto su secreto). De mi para ustedes que esa opción ya estaba inventada mucho antes de la aparición de la telefonía móvil, ¿si no por qué se creen ustedes capaces de escribir cualquiera de los discursos de nuestros dirigentes políticos? A mi con estos mensajes me pasa como con el telediario y el marca: veo a principios de año uno y ya estoy informado de lo que me van a decir durante todo el año.
Como soy un escéptico de las matemáticas he ido a comprobar qué es lo que llevo dentro de mi mente y he dejado la responsabilidad de escribir un mensaje al sistema de probabilidades de mi móvil. Y lo he hecho porque un amigo me ha dicho que al ir a poner solo en el móvil le apareció solsticio (palabra que utilizan los periodistas sólo a finales de marzo y diciembre). Definitivamente tengo que dejar de asesinar mi soledad con la compañía del móvil: ya me conoce demasiado bien.

20 de mayo de 2005

Hay que travestirse

Ahora los japoneses de sexo masculino no disfrutan del femenino perfume matutino, del color de las blusas ni del airecito que se mueve al compás de las faldas. Unos pocos han conseguido que la mayoría padezca una extraña sensación de soledad en los vagones del metro a primera hora de la mañana.
He detectado que los paises «civilizados» tienen una extraña tendencia a ser gobernados por las minorías. Basta mirar quién tiene la sartén por el mango en nuestro país. No me acuerdo del triste porcentaje que sacó Esquerra Republicana de Catalunya en sus elecciones pero me acuerdo todos los días de que gobiernan a la mayoría de los españoles.
Pasa una cosa parecida en las reuniónes de amigos: cuando vas a cenar siempre hay una o dos personas a las que no les gusta comer en restaurantes chinos y se acaba imponiendo la democracia. Pensamos que estamos cometiendo un acto de cortesía pero lo cierto es que la cena gira ciento ochenta grados y acabas cenando, como siempre, de tapeo (es lo que tiene el conformismo denominado de cortesía, devora los estados democráticos a dentelladas).
Otra extraña consecuencia del exceso de democracia es la planificación de las leyes que la explican en toda su extensión. Ahora no basta con tener pareja, contribución e impuesto municipal de vehículos: los que se pelean por televisión en los debates sobre el estado de la nación han decidido que las parejas tienen que hacer un cuadrante para compartir las arduas tareas del hogar.
Yo tengo demostrado que la anarquía es el método menos problemático a la hora de mantener estable una relación. «Yo no plancho una camisa en casa», le oí decir a un amigo de barra en una conversación de cerveza con tapa. Y así lleva el hombre 15 años seguidos, matrimoniándose de felicidad.
Ayer le dije a mi pareja que había lavado la mitad de la ropa sucia del cesto por prescripción política. Llevamos toda la semana travistiéndonos: yo me pongo las bragas que quedan limpias y ella se enfunda mis calcetines blancos para trabajar (esos con rallas rojas y azules). Nos van a echar del trabajo en las próximas semanas pero que no se diga que no somos buenos ciudadanos, ¡carajo!

17 de junio de 2005

Rosendo Mercado


Cada día le cuesta más partirse el pecho a partes iguales, entre su mundo interno, ese que dibujan sus pasos por las calles de su Madrid de siempre, y su mundo musical. A la sombra de un amigo suyo de la mili y dos de mis alumnos hablamos corto y tendido, el otro día, con motivo de la presentación en Mislata de su nuevo disco: Rosendo Mercado, el maestro del ripio que se construye un adosado en tu corazón a pagar en 50 años, el gurú de la rima consonante, habla tranquilo, sin más prisa que la que le provoca la intranquila sombra de su manager. Al presentarme me defino como el profesor culpable de que Alex y Lukas, que así se llaman los chavales, se hubieran tirado sin paracaídas a las raíces del mejor rock en castellano de todos los tiempos, «los profesores no son lo que eran», contestó el maestro de Carabanchel, aderezando la respuesta con una sonora carcajada. Yo que había ido allí a decirle que hacía tiempo que mi cinta de leño había rodado tanto que calculaba que ya había dado la vuelta al mundo y el primer golpe me lo asestó él.
A mí, lo que me interesaba ver de Rosendo eran sus manos: ese mapa que construye el tiempo en el cuerpo de los que deciden regalarle al mundo algo más que presencia y un número en el carné de identidad. Las había visto zarandearse por el mástil de su guitarra cienes de veces desde la lejanía pero ahora entendía sus nudos.
Llegué a comprender su aparición en ciertos programas de televisión que antes no solía frecuentar: el mercado discográfico se está convirtiendo en un espacio que te apuñala si no conoces sus tramoyas: y a veces hay que formar parte de ellas.
Muchas veces me he preguntado qué me llamó la atención de un tipo que rima «berberecho» con «pecho». La solución está en ser amateur. Mientras las agujas del reloj de mi bolsillo van ninguneando su recorrido por los números, uno se da cuenta de que, tanto el amor como el uso que se hace de él deberían ser no profesionales. De hecho Rosendo ha desplazado el músculo corazón a su dedo tocayo. Se trata de sentir, navegar a muerte, ser sorprendente, pisar cucarachas repugnantes, y dale y dale... Se trata de no caer en la tentación de alejarte de la conversación de un buen amigo, cerveza mediante. ¡Salud y gracias!

17 de marzo de 2006

Morder a los dentistas

En su día me aficioné a la pasta de dientes porque era rojiblanca, del Athletic (de Bilbao, no hay otro) y me desintoxiqué cuando mi madre me trajo otra totalmente blanca (perdón a los del Valencia, sabéis que no es por vosotros)En el cole nos regalaron un cepillo y un Vale por un dolor de muelas cuando pasaras de los 30. Yo lo canjeé a los 20 y me costó mil duros y una palmadita en la espalda. Luego me olvidé de los dientes para siempre aunque comparto el dolor de mis seres queridos cuando visitan a odontólogos y otras especies colmilleras.
Me fascina cómo encapotan el cielo de nuestras bocas con bisturíes y empastes breves. Resguardan los dientes con paraguas contra la lluvia de caries que provocan las mentiras que decimos. Se visten de médicos para cobrarnos lo que dejamos de entender como enfermos.
Supongo que no creo en ellos porque ya he malgastado mi lista de motivos por los que me saqué el carnet de incondicional. Aunque me parecen arquitectos de la boca deberían tener despacho con sillón de cuero en los centros de salud públicos: nuestros representantes no deberían sacarnos las muelas del juicio con tanta premeditación.
En mi caso la genética me respalda: mi padre fumaba más que el vaquero de de Marlboro y eso no le ha impedido pasar de largo por las consultas de los dentistas en dirección hacia su partida diaria de tute perrero. Dicen los entendidos que no hay dolor más intenso que el de muelas. Todavía soy un neófito en este campo pero tengo mi propia lista de prioridades de dolores intensos.
No me cepillo los dientes, ni el alma, ni los premolares(que molan más que los molares) y me aterra que alguien tenga la osadía de cerrarme la boca durante una semana entera por culpa de una operación dental y económica.
Cada día que pasa le doy más importancia a mi boca y menos a mis amigos. Supongo que será fruto de un proceso de envejecimiento de mi corazón, que necesita morder antes que querer, masticar antes que sentir. Mañana (o pasado) iré al dentista, a que me empaste la vida: necesito un nuevo catálogo de dientes para poder blanquearme la existencia y dar la impresión de ser una persona algo más decente.

17 de febrero de 2006

Una lavadora para el cielo

Me he alicatado el corazón con versos de Neruda y azulejos de derribo. El motivo, la muerte de Al Lewis (nunca supe cómo se llamaba) o lo que es lo mismo, el abuelo de la familia Monster. Mientras los electroduendes se torturaban entre faradios y culombios, la familia más oscura de la historia de la televisión (después de la de Jesulín) cautivaba a cienes de personas, entre las que me incluía. La banda sonora, los truenos y los primeros planos callejeaban por el tubo de imagen. Hacía tiempo que habíamos pasado de la tele en blanco y negro a la de color pero cuando aparecía la familia Monster me preguntaba por qué. La mujer de German nos ponía y queríamos ser su marido si no fuera porque las arañas cosían las sábanas con las que dormían...y no soporto las arañas.
Me acostumbré a ellos como el que se acostumbra a las alergias: cíclicas, inesperadas y perversas. Aunque mentira, siempre me pareció lógico que existieran estos personajes porque mi familia se parecía tanto a ellos que frecuentemente soñaba con una nube negra que se quedaba a dormir sobre mi finca, soñando infinitos truenos, para siempre.
Hace días que Lewis se enfundó el pijama y gastó el último bote de gomina. Las crónicas americanas le dedicarían esquelas y reposiciones remasterizadas; yo en cambio, por una incompresible asociación de ideas, me acuerdo bastante de otra de las entrañables personas que han participado en mi vida.
Cuando era más joven participé en películas en las que las abuelas te invitaban a jamón y mistela si les llevabas una lavadora automática a su casa. El señor Paricio las había recibido en su tienda como el que invita a comer, como el que regala la ilusión de un lavado automático completo para toda la vida. él también decidió hace poco irse a dormir para siempre. Sin ser maestro de nada me enseñó muchas cosas, entre ellas a utilizar correctamente el comparativo «quanto más...» A ustedes no les parecerá mucho, pero para alguien que es filólogo acaba siendo un regalo del cielo. Me lo imagino organizando el cotarro, allí donde esté, de pie, inquieto como el fusil del francotirador. Siempre se sintió orgulloso de que aquel chaval que instalaba lavadoras ahora haga lo propio con la ilusión por la literatura. Buenas noches, Sr. Paricio.

20 de enero de 2006

Ciento un años de soledad

Reconozco que hace un par de semanas me resultó difícil hacer entender a unos chavales que la literatura, por definición, es ficción y sólo eso. Yo creo que ellos no lo entendían porque han oído últimamente demasiadas tonterías de nuestros dirigentes con forma de metáfora. Incluso yo, que si meto la cabeza por un agujero soy capaz de introducir el resto del cuerpo, tuve que reconsiderar mis argumentos y volver a formular las premisas. La literatura es ficción y su imitación, ficción y media.
Creo que me aficioné a la literatura porque nunca creí en las sumas (y menos en las restas). Me parecían demasiado reales pero tan alejadas de lo que leo en los periódicos, de lo que truena por los bares, que los resultados nunca me daban positivo.
Es en este orden de cosas donde me encuentro ahora: ya no me creo nada que no esté encuadernado en tapa dura. Aunque a veces me compro realidades de bolsillo, porque la economía no me llega y porque si de algo me sirvió aprender matemáticas fue para intentar que mi monedero contenga el mínimo peso de calderilla.
Siempre creí que escribiría un artículo en el que dar las gracias a la literatura por todo lo que me ha dado, pero con menos pelo en la cabeza y más en el corazón, me he dado cuenta de que le debo rendir pleitesía por todo lo que me ha quitado.
Me quitó el sueño de ser informático, economista y médico. Me impidió dormir en verano y ver pasar los postes de telecomunicaciones desde los vagones. Se tragó lo que pensaba y me indicó cómo tenía que decirlo. También se deshizo de mi felicidad, porque me enseñó nuevos modos de morir ahorcado. Me trajo las primaveras de mayo mucho antes de que llegara mi abril.
Tengo un amigo que me suele comentar que espera mi siguiente columna para ver si así entiende la anterior...lamento comunicarle desde aquí que no tengo la capacidad de escribir más claro sobre este tema.
Cuando junio se peleaba con julio, hace muchos años, Pedro Luís me dijo: si te lees Cien años de soledad te pongo sobresaliente de nota final.Yo tenía granos y sonrisa del que sonríe deprisa, y unos versos de sabina en la mesita. Hace años que le puse sobresaliente a él, por encender la linterna de los sueños y por dejarla encendida para siempre. Gracias.

dilluns, d’abril 17, 2006

20 de diciembre de 2005

Con un balón en los pies

Leí hace unas semanas unas tristes declaraciones del mejor jugador de fútbol de los últimos tiempos, Ronaldinho: «sin una pelota no soy nada». A mí me pareció una oración simple a nivel gramatical pero a nivel humano me lo pareció mucho más. Recordé que cuando era pequeño y destrozaba pares de zapatillas en la plaza pensé en esa frase en más de una ocasión. Algún profesor hizo que avanzara en mis conocimientos y, además de ir aprendiendo que «nada» era atributo, entendí lo triste que es la vida de una persona cuando lo que la explica es un balón en los pies.
Cada uno tenemos una frase que nos hace más tristes. La mía es: «sin dos palabras que concordar no soy nadie». Yo decidí, por querencia natural, hacer toques con las palabras en lugar de con el esférico y poco a poco fui ganando kilos y vanidad al mismo tiempo que fui perdiendo peso específico en mi grupo de iguales con el balón en los pies...hasta convertirme en lo que soy ahora: un desastre en el centro del campo y un inconformista del papel.
No he logrado ser el mejor en nada mas que en planificar versos para los amigos en mi agenda a las tres y media de la mañana del sábado. No me parece poco aunque parezca, por lo que escribo aquí, todo lo contrario.
A veces buscamos el grado de genialidad en nuestras rutinas cuando, por definición, las rutinas no lo merecen. Yo volví a intentarlo en la cocina, después del fracaso deportivo, fabricando arroz al horno para el exigente banco de pruebas que es mi entorno más cercano. Sigo haciéndolo cada vez peor. Luego me tiré a la albañilería y conseguí fabricar una especie de armario trastero con nivel y pomada por el que cada época fluvial entra agua a borbotones.
Sólo me queda ser el mejor acompañando en cualquier situación a las personas que, como el café, se amargan en su propia soledad. El teléfono suele sonar viernes y sábado aunque me muestro escéptico ante tal situación porque la necesidad puede más que el sentido común.Y es entonces cuando vuelvo a soñar, mientras hago un arroz al horno acompañado de alguien en la galería de mi casa, en aquel momento grosero e infantil en el que soñaba a golpe de bocadillo de salchichón que sería alguien con un balón en los pies.