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dimarts, d’abril 18, 2006

17 de marzo de 2005

Cáncer de motor I

Me tengo que comprar un coche nuevo por razones que todavía desconozco. No es un alarde de capacidad económica sino más bien todo lo contrario.
Yo, por la calle, me fijo tanto en los coches como en las inclemencias meteorológicas, así que no es extraño verme en manga corta en invierno y no darme la vuelta ante el sublime coche tuneado de turno. ¡Viva el Nen de Castefa!
Ahora que voy en busca y captura de un coche me acuerdo de los que tuve antes. Y con mucha nostalgia, sobre todo, de un seat 124 que me regaló mi primo Santi. Yo no suelo tener sentimientos humanos hacia los aparatos mecánicos pero el famoso doble carburador del 124 y su manera de surcar las carreteras me asfaltaron el pecho para siempre. Le puse de nombre El Torete, en honor a esos pandilleros ochenteros que llevaban de calle a los sufridos agentes de la ley con coches como el que tenía yo por aquel entonces. Mi condición de vasco hacía el resto y no había control policial que se resistiera al canto de sirena de mi Torete.
Con él conocí el maravilloso mundo de los desguaces. Aquellos lugares caracterizados por un caos ordenado me recordaban (y me recuerdan) a mi cuarto de estudio. Encontrar las piezas era una aventura y su ecosistema mezclaba el edor a aceite con el aroma de las buganvillas. A los veinte minutos de vagabundeo siempre te asaltaba un perro que hacía las veces de guardia de seguridad y de acompañante por el entramado de vehículos. En busca de mis piezas encontraba coches con las guanteras llenas de facturas de restaurante chino, pañuelos amarillos y manchas de carmín en los asientos de atrás. Automóviles que almacenaban historias de amor y odio a partes desiguales. Cerraba los ojos y pensaba que todos ellos olvidaron un rastro de su vida en el interior del coche sin darse cuenta, como el que pierde las zapatillas bajo el sofá en las noches de cerrado invierno. Yo tenía el honor de meterlas otra vez, cambiándoles el nombre, en mi imaginario mundo real.
El coche que me compre intentaré no llenarlo de kilómetros: lo empapelaré con facturas de restaurantes chinos. Sería una lástima que alguien fuera dentro de unos años al desguace y no sintiera lo mismo que sentía yo en busca de mis piezas, al abrigo de las buganvillas.