Total de visualitzacions de pàgina:

dimarts, d’abril 18, 2006

17 de febrero de 2006

Una lavadora para el cielo

Me he alicatado el corazón con versos de Neruda y azulejos de derribo. El motivo, la muerte de Al Lewis (nunca supe cómo se llamaba) o lo que es lo mismo, el abuelo de la familia Monster. Mientras los electroduendes se torturaban entre faradios y culombios, la familia más oscura de la historia de la televisión (después de la de Jesulín) cautivaba a cienes de personas, entre las que me incluía. La banda sonora, los truenos y los primeros planos callejeaban por el tubo de imagen. Hacía tiempo que habíamos pasado de la tele en blanco y negro a la de color pero cuando aparecía la familia Monster me preguntaba por qué. La mujer de German nos ponía y queríamos ser su marido si no fuera porque las arañas cosían las sábanas con las que dormían...y no soporto las arañas.
Me acostumbré a ellos como el que se acostumbra a las alergias: cíclicas, inesperadas y perversas. Aunque mentira, siempre me pareció lógico que existieran estos personajes porque mi familia se parecía tanto a ellos que frecuentemente soñaba con una nube negra que se quedaba a dormir sobre mi finca, soñando infinitos truenos, para siempre.
Hace días que Lewis se enfundó el pijama y gastó el último bote de gomina. Las crónicas americanas le dedicarían esquelas y reposiciones remasterizadas; yo en cambio, por una incompresible asociación de ideas, me acuerdo bastante de otra de las entrañables personas que han participado en mi vida.
Cuando era más joven participé en películas en las que las abuelas te invitaban a jamón y mistela si les llevabas una lavadora automática a su casa. El señor Paricio las había recibido en su tienda como el que invita a comer, como el que regala la ilusión de un lavado automático completo para toda la vida. él también decidió hace poco irse a dormir para siempre. Sin ser maestro de nada me enseñó muchas cosas, entre ellas a utilizar correctamente el comparativo «quanto más...» A ustedes no les parecerá mucho, pero para alguien que es filólogo acaba siendo un regalo del cielo. Me lo imagino organizando el cotarro, allí donde esté, de pie, inquieto como el fusil del francotirador. Siempre se sintió orgulloso de que aquel chaval que instalaba lavadoras ahora haga lo propio con la ilusión por la literatura. Buenas noches, Sr. Paricio.