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dilluns, de novembre 07, 2005

20 de julio de 2005


Telediarios

Con corbata o sin ella me resulta complicado reconocer en qué cadena he decidido quedarme a la hora en que se parte el día por la mitad, en el momento del telediario. Todos me cuentan mis problemas nacionales/internacionales chillándome siempre con sus imágenes, nunca con su voz.
Por descontado y al acabar el informativo (que casi siempre acaba desinformándome de todo) me duelen más los ojos que los oídos. A veces he pensado en la casual colocación de estos espacios en la franja horaria: a la hora de la siesta y a la de plantearse qué hacer al día siguiente, y creo que atienden a que es en esos momentos cuando cerramos los ojos y vemos la televisión a través de los párpados, como avestruces del siglo XXI. Ellos siguen quemándonos el iris del corazón a través de las pupilas de los ojos. Nosotros nos defendemos cerrándolos por prescripción natural: la siesta manda.
Cuando conseguimos prestar un mínimo de atención unos tipos con pantalón corto filosofan sobre nuestro destino a golpe de esférico. Nos identificamos tanto con ellos como con los perros que sacan a pasear nuestros vecinos (en algunos casos no queda demasiado claro quién saca a mear a quién): los arrastran a mear con una correa, les llaman Deivid y cuando acaban los meten en casa otra vez, hasta el siguiente telediario.
Llega el tiempo, ese espacio geográfico imaginario en el que no reconocemos más precipitaciones que las que nos van produciendo por dentro las tormentosas relaciones con las demás personas. Pensamos, de puro egoísmo, que esas tormentas de las que hablan unos tipos con un mapa del mundo de mentira detrás se producirán en otras mesetas, que no serán las nuestras. Y cuando vemos un sol de esos que pinta mi sobrina esparciendo los rotuladores de mi desordenado espacio vital, tendemos a acordarnos de las personas que conocemos por allí y vamos poniendo nombre y apellidos a los rayos que van cayendo sobre el mapa del hombre del tiempo.
Cada vez que empieza el telediario mi vida recobra sentido, porque de la televisión sale el olorcito a arroz al horno que hace mi madre y me siento seguro al saber que el mundo sigue siendo un lugar donde adivinar (sin acertar) el tiempo que va a hacer mañana en Bilbao.