Total de visualitzacions de pàgina:

dijous, d’octubre 20, 2011

20 de octubre de 2011

La joven del fondo del pasillo


Había decidido invertir los ahorros de su familia y parte de las herencias de sus antepasados a amar sin concesiones. Incluso se rumoreaba por la zona que este nuevo orden de cosas le estaba llevando a la ruina, afectando, definitivamente, a parte de su futura descendencia.
Para ello trazó un plan que nació el mismo día en el que vio a Teresita. Siempre permanecía allá, al fondo de la casa, en el rincón del cuarto, con la falda dos centímetros por debajo de la rodilla. La chica parecía hipotecarse con una dulce sonrisa a modo de trompeta de sueños, y se la veía siempre orientada hacia el sur, bajando a golpes escaleras de escalones y medio.
Sí, lo cierto es que, desde la entradita, forrada de recuerdos de boda con marcos de plata, hasta la estancia donde estaba la joven, sólo había una cajita de música austriaca, en la que una princesa bailaba a media noche con la tapa cerrada.
El chico decidió que para resolver a la joven sólo necesitaba, como decíamos, dedicar todo lo terrenal a conseguir dibujar un boceto de su alma. Pero casi ninguno de sus amigos quisieron ayudarle y, los dos o tres que lo intentaron, perdieron el dinero y la paciencia (en ese orden) a las terceras de cambio.
Rápidamente y antes de que aquella chica abandonara el rincón del fondo de la casa, decidió generar una técnica amatoria propia: genuina, en medio de la noche. Pasaba las horas esbozando sonrisas en los espejos, gestionando planes para atacar labios, fabricar besos incontestables, gestos que hacen enrocarse a los miedos y que derrumban corazones, y que escupen pecados...
Muchas noches se despertaba en medio de la nada y era entonces cuando más ferozmente se le ocurrían las ideas. A poco que se iba gastando el presupuesto para amar sin concesiones se daba cuenta de que necesitaba ese estado nocturno de inconsciencia para darle sentido a su trabajo. De hecho sus certezas morían por el día, florecían por la noche.
Aquel día, ése en el que se levantó más pronto de lo habitual, se miró al espejo y no se reconoció. Sobre los labios se le encajó una especie de peso ligero, lleno de una espesa nube dorada de tranquilidad. Ya se había prometido no ponerse nervioso, si llegaba el momento, pero no tuvo más remedio que sentarse a esperar que la vida le diera dos respiros.
Mientras, poco a poco, se acercó al fondo de la casa, dejando atrás el relucir de los marcos de plata de las bodas de los demás.
Antes de llegar a la habitación se paró frente a la cajita de música austriaca y la destapó.
Y siguió, ya sin presupuesto, pero con la extraña sensación de querer subirle la falda sobre la rodilla.
Tuvo que olvidar su nombre por completo antes de besarla, hasta que dejara de respirar...
Estaba todavía allí.

3 comentaris:

Anònim ha dit...

... besos incontestables... sin palabras... me he emocionado




cap. albargina

Orfeo ha dit...

Gràcies, Molins...Sí, y lo mejor de todo: ella estaba todavía allí...Un abrazo, compañero.

Anònim ha dit...

Cada mañana se levanta con una sonrisa a flor de piel, apenas atisbada en la leve curvatura de sus labios. Todavía podía recordar aquel primer día en que le vio atravesar el marco de la puerta, como una bocanada de aire primaveral. Apareció ataviado con un bonito uniforme del ejército austriaco, con aquel extraño sombrero tocado por una pluma. Lo recordaba perfectamente porque, por un instante, pensó que debía de haberse escapado de la cajita de música que siempre permanecía cerrada en la habitación de al lado. Aquella que solo se abriría el día en que su príncipe azul llegara para rescatarla del horrible monstruo de la conveniencia social, que la mantenía presa desde la nefasta tarde en que quiso comprobar a qué sabía la libertad en brazos de un pobre aprendiz de acróbata.
Desde entonces se hallaba recluida en lo alto de una torre sin ventanas por las que poder mirar las estrellas, o recibir la caricia de la brisa del mar, que intuía se encontraba a pocos kilómetros de allí. Solo se le permitía abandonar su prisión durante unas pocas horas, al abrigo de su ama de cría, y bajar al gran salón de la casa, donde desde un rincón de la habitación, sentada en una rígida silla, y con la falda siempre dos centímetros por debajo de la rodilla, como mandan las leyes del decoro, se marchitaba tras una dulce sonrisa, sin dejar de mirar al sur, creyendo entender que esa era la dirección en la que escapan los sueños más tiernos.
Pero aquella mañana el sueño le había abandonado más pronto de lo habitual, y una rara sensación le hormigueaba en la piel y hacía enrojecer sus orejas. Su madre, a la que apenas recordaba, le contó que eso fue lo que sintió el día en que conoció a su padre, como una especie de extraña premonición. Curiosamente, la última vez que la vio, lo que más le llamó la atención de ella fue el encarnado tono de sus orejas.
Como de costumbre, aquel día también se le permitió bajar al gran salón para solazarse con la sabiduría de sus mayores. Aunque ella, parapetada tras aquella máscara de inocencia, se dedicaba a dejar volar su imaginación en pos de un carromato de circo. Absorta como estaba, no se percató de su presencia hasta que le llegó un leve olor a sol, a llovizna y a madera húmeda, y sin atreverse a girar la cabeza decidió jugarse toda su fortuna a una sola carta.
Finalmente, cuando posó sus ojos en los de él supo, sin lugar a dudas, que estaba destinado a delinear cada una de las aristas que conformaban su alma.


Desde que lo leí sentí la necesidad de contestarlo, pero no me atrevía, no quería estropearlo. Al final pudo más la necesidad que el sentido común. Pido disculpas…
Por cierto, genial, señor Orfeo.


Momo