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dilluns, d’abril 19, 2010

20 de abril de 2010

Samir y Amira

Recorrer los últimos cuatro kilómetros de «casa» al trabajo en el colegio es lo mejor que me pasa muchos días y lo peor es que se me olvida muchas noches: conduzco por intrincados huertos de naranjos en flor adornados con pedestales de vinagreta en primavera. Reduzco para ver los árboles desnudos con peanas de barro en invierno. Unas veces veo cómo revientan los almendros; otras observo los callos de los jornaleros mientras me encajo la corbata, obligando al nudo a recogerme la garganta, que es lo mismo que decirle a un sordo que su penitencia en esta vida es no hablar. Y veo, todos los días de la semana, desde que trabajo allí, a dos personas fascinantes.
Siempre caminan de su casa al colegio y, lo primero que hice al verles, es proporcionarles una nacionalidad (por ejemplo, marroquí) Ella lo acompañaba porque él era más pequeño. En mi segundo viaje les puse nombre, como si fueran dos gatos abandonados: a él Samir, a ella Amira. Sus palíndromos me acercaron a la poesía, que se encuentra en las carreteras de los huertos en flor. Imaginé, por el itinerario, dónde vivían. También reconstruí, con los detalles que observaba cuando los adelantaba, sus edades, el color de los ojos, el olor de sus pestañas. En cada otoño calculaba el paso de las primaveras sobre su piel.
En uno de los viajes le concedí la mayoría de edad al chaval, porque lo adelanté sólo a él. Estuve a punto de parar para felicitarlo por emprender titánicamente el camino de casa al colegio.
Un día, después de vacaciones de navidad, vi que había cambiado la compañía de la chica por la de una bicicleta, por lo que en lo sucesivo tuve que levantarme más pronto para poder seguir encontrándomelo en el mismo lugar. A veces paraba el coche, preocupado por su salud, ya que no lo veía atravesar la vereda que pasa por debajo del puente.
Parece que se ha convertido en un adolescente porque ya no va con cuidado por el arcén y se acelera porque el corazón le pide fuerza y desespero. Sólo me arrepiento de ser un cobarde el primer día que los vi, hace años, debajo de un paraguas, por no haber parado a recogerlos para llevarlos al colegio. Ése día le di un poco más de fuerza a la calefacción porque me entró un escalofrío terrible verlos mojándose el alma. Ya no sé nada de ella. De él conozco todo lo que he sido capaz de inventarme estos años.
Hace poco llegué, lloviendo, al colegio. Cuando entré en clase, escuché el reproche de uno de mis alumnos: «Oiga, esto es injusto. No va la calefacción de clase ni tampoco iba la del autobús» Iba a contestarle pero me pareció hipócrita, y comencé la clase hablando del Mayo de París.

3 comentaris:

Anònim ha dit...

mmmmmm... cálido, hermoso...
muy, muy mi Maestro... y luego, soy yo la que regala vida a las "almas perdidas", no?
Cálido, decía, a pesar de la temperatura que alcanza un corazón que no puede llegar a alcanzarlo todo... BESOS, MAESTRO, BESOS... y los míos siempre sin spinas...
SU ALUMNA MÁS AVENTAJADA...

Anònim ha dit...

Te he podido acompañar cada mañana y mirarles a la cara imaginándome el sonido de su sonrisa. Casi te diría que es un buen comienzo para un libro. Te vas haciendo viejo y me encanta y al mismo tiempo no pierdes esa desconcertante manera de escribir de siempre. Agradecida me hayo.

Verónica

Orfeo ha dit...

y lo sigo viendo crecer, a cada pedalada sístole-diástica, por entre los naranjos en flor,...