Joel y lo cotidiano
Se llamaba Joel. Le costó más de una semana aprender a ir en bicicleta y nunca había estado en París. Descubrió su primer y último tesoro en los libros de Stevenson, jamás bebía agua directamente de la nevera porque odiaba las cosas que enfriaban las cosas; cuando se hacía de noche, fuera, en la calle, tenía una cierta tendencia a reproducir los anocheceres dentro de su apartamento: iba atenuando las luces de la casa, desconectaba los electrodomésticos para silenciar las estancias, caminaba despacito por el pasillo, respiraba como si no respirara. En cambio, cuando se hacía de día, abría las ventanas y las puertas, soltaba el canario blanco por la casa y dejaba pasar a los vecinos con cualquier excusa. En esos momentos las estancias y los rincones parecían una gran avenida de una gran ciudad, llena de gente que se desconoce y se toca.
En estas y en otras cosas estaba Joel cuando decidió, un día cualquiera, confundir lo que sentía con lo que le pasaba. Y lo hizo con tanta pasión que interpretó que había empezado a llover en la ciudad porque él estaba triste y cansado.
En ese empeño en confundir lo que le hacía latir el corazón con lo que realmente sucedía a su alrededor, se bajó al bar de la esquina, como todos los martes por la tarde, y se paró en la puerta un instante. Éso ya era un hecho extraordinario porque él nunca se paraba antes de entrar a ningún bar, y menos si era el de los martes por la tarde. Antes de cruzar la puerta ya sabía lo que iba a pasar. Y lo que sucedió fue que alguien que no conocía había coincidido con él en la puerta del establecimiento, con tanta precisión que los dos iban a utilizar el mimo sitio por el que pasar, en el mismo momento, utilizando la misma coordinación e, incluso, el mismo oxígeno. Intentó discutir con aquella magnífica mujer, que se empeñaba en pasar por el mismo sitio que él: sus argumentos eran, sobre todo, inmovilistas:"oiga, yo siempre paso por aquí a la misma hora desde hace años", o, "mi padre ya venía a este bar antes de que usted naciera". La chica, claramente desconcertada, le veía chillar pero no entendía muy bien por qué lo hacía.
Ante esa situación, Joel se dio media vuelta y se fue enfurecido a casa. Pensó que le pasaba algo y, para solucionarlo, necesitó lo que faltaba de tarde de aquel día y parte de la noche. Quería ser feliz, así que consideró que, para conseguirlo, debía destruir todo lo cotidiano de su vida, todo lo que le pasaba porque sí, todo lo que convertía su existencia en un mero trámite. Entendía que así sería más auténtica su existencia, más original, nada convencional. Fue por éso que dejó de hacer, poco a poco, las cosas que le habían convertido en un engranaje.
Y comenzó por el bar, que es donde comienzan casi todas las cosas. Dejó de ir los martes por la tarde y procuraba llegar a horas intempestivas; tanto cambió sus hábitos que dejó de ir porque ya nunca lo encontraba abierto. Luego fue a la panadería y dio la orden de que no le dejaran encargado el pan. Seguidamente supuso que sería interesante no despedirse de nadie nunca más, ni dar los buenos días o las buenas noches, no por una cuestión de educación, sino por no querer ser cotidiano. Poco a poco fue urdiendo un plan en el que el objetivo era dejar de ir a los sitios que frecuentaba periódicamente, por las calles por las que lo hacía. Encontró otros lugares donde hacer la misma vida que antes, pero eso no era suficiente. Le pareció incluso hipócrita y, por lo tanto, dejó de ir a los sitios directamente.
Su plan funcionó: acabó siendo la persona más feliz del mundo. Su panadera se había olvidado de él y en el bar lo miraban por los cristales como si fuera un turista noruego. Ya no iba a ninguna parte y dejó de planificar días y noches en su casa, vacía de viandantes. Por eso, nunca más confundió lo que sentía con lo que pasaba de verdad. Hasta el día en que se encontró, por segunda vez, con la mujer del bar. Se paró frente a ella y le dijo: soy diabético de ti. Era definitivamente feliz.
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