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dimecres, de març 26, 2014

28 de marzo de 2014

El fotógrafo

De pequeño no daba un paso si no estaba seguro de que las cosas que le rodeaban estaban dispuestas de alguna manera concreta, como si las intuyera. Cuando olía la hierba recién cortada no esperaba recordar su humedad o su textura... Realmente le fascinaba la posición de las plantas sobre el prado, las formas que hacían, cómo acariciaban el lomo de la montaña y se recostaban en sus laderas; y las protegían. Se prometió que, cuando amara alguna vez a alguien, la trataría de la misma manera que lo hace las plantas a las montañas del norte: la taparía por las noches con una terrible dulzura, para que no se desmoronara su mundo, la protegería de los vientos, le daría sentido a su forma, y dejaría que pasara el agua cuando lloviera; pero le quitaría la angustia y el frío de los rayos y las ventiscas. Por eso, de pequeño no daba un solo paso hacia adelante si no gestionaba los elementos que lo rodeaban, si no los organizaba, si no los convertía en un magnífico y salvaje bodegón.
Luego vinieron las noches en vela, los golpes en el corazón que lo cincelan todo; los veranos 'amapólicos' y desesperados: conducir, corriente abajo, las ramas y los besos por los ríos. Vinieron las primaveras sin ella, los libros más largos y llegaron los Rollings y los Red Hot Chili Peppers. También Gabo y las ganas de amar... Y en todo este desorden el chico continuaba organizando sus sensaciones componiendo los objetos, de manera instantánea, acariciando sus formas y entendiendo cómo soportan la luz y por qué...
Fue entonces cuando, rastreando la ciudad , encuadrándola en fotogramas, paró su hocico en el cristal de aquella tienda tan desordenada. No hubiera entrado nunca pero el dueño vio cómo se marcaban los latidos de su corazón sobre el cristal, completamente empañado con sus sístoles. Y se fue a la calle a por él. Cuando se lo encontró fuera, lo cogió de la mano con una ternura descuidada y le dijo que no se preocupara, que entrara con calma. Algunos años después volvió a recordar ese momento, un día en el que se encontró con aquella chica en el ascensor y le fusiló los labios y el corazón en una guerra que duró desde el primer hasta el último piso. El dueño de la tienda llevaba de la mano al chico aunque no hacia falta porque conocía perfectamente el camino y lo tenía que hacer. A llegar al mostrador ambos se leyeron las arrugas de la frente y no hubo más idioma que aquel. El joven salió de la tienda con la cámara de fotografiar en la mano, cargada como una escopeta superpuesta. Observó por la mirilla el mundo, y era tal y como lo había percibido hasta ese momento, pero ahora lo podía fotografiar, lo podía enseñar. 
El muchacho se había enamorado de la chica porque ella olía a tierra mojada y éso le recordaba que iba a llover. Con la cámara en la mano fue hasta la puerta de su casa y le pidió por favor que bajara... Cuando la muchacha estuvo abajo, ambos entraron al portal y subieron al ascensor aunque los vecinos y los curiosos comentaban, años después, que allí se oyeron balas de labios y que la guerra duró innumerables pisos.