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dissabte, de novembre 16, 2013

20 de noviembre de 2013

De personas o cosas

Creo recordar que empecé a querer a las personas casi con la misma intensidad que lo hice con las cosas. En un primer momento no me importaba demasiado la diferencia entre las cosas con vida y las que no la tenían, entiendo que porque para mí, durante esos años, todo era vital: buscaba nidos por los naranjos en primavera, olfateaba las pelotas de cuero antes de golpearlas, salvaba gatos por los portales, me hacía socio de algunas de mis canicas...

En ese orden de cosas estaban las hojas de los libros a las que les dedicaba cierto tiempo: separaba las que más me gustaban, me dedicaba a rastrear sus sitios, las envejecía con el suave proceder de ir escogiéndolas una a una, para poder contemplar lo que me decían. No me importaba lo más mínimo el hecho de no tener muchos y por eso no frecuentaba las bibliotecas: me parecían excesivas. Llegué a considerarlas cementerios enormes por una cuestión de parecido esencial: ambos espacios, bibliotecas y cementerios, están terriblemente invadidos por el silencio, el estatismo; la tortura de la inmovilidad que se desploma por sus calles, sus estanterías. También se palpa en el ambiente que los inquilinos de las bibliotecas y los de los cementerios no esperan ser visitados, pero alguien acaba haciéndolo en algún momento. Y es por eso que, de alguna manera, su permanencia en ese sitio vuelve a tener sentido. Algunos cementerios son tremendas enciclopedias, como el de Recoleta. En cambio, la biblioteca del Trinity College, tiene sepultado los latires de todo un país, y cuando se contempla, uno tiene la sensación de estar en un profundo y enorme camposanto.

Tal vez fueran los libros, por su tremendo equilibrio entre lo que es un objeto y lo que no lo es para nada, los que cambiaron el rumbo de mi lucha por saber medir la importancia de las cosas o la de las personas. De entre los pocos volúmenes que tenía por casa siempre encontraba alguna excusa para admirar esa ilustración que no había visto todavía, como cuando vuelves a leer un poema y de pronto tu atención te agarra del cuello y te hace fijarte en uno de los versos, y sólo en uno. Los ejemplares tenían lomo que acariciar y cara y pies (aunque fueran de página). Por lo que cada vez me iba quedando más claro que necesitaba ponerle un tremendo marcapasos a mi vida, y empezar a caminar.

Luego vino la genética y con ella una irremediable obligación de decantarme por las personas, de manera insultantemente definitiva. Ya no había nadie que cuestionara que era más importante jugar con los compañeros a fútbol que la pelota en sí (aunque era el deseo de tenerla la que provocaba que tuviera sentido estar disfrutando con ellos, que el juego tuviera verdadero sentido) 

Y sin saber muy bien por qué, fui entendiendo que la vida está en movimiento, como un acordeón de enorme sonrisa, gestionado por el aire. Y que a las personas, en realidad, se las hace sonar, como el diamante de una aguja de tocadiscos. Y fue sin saber por qué, muy bien,  que las cosas desaparecieron para siempre. Porque vas entendiendo que hay que convertirse en el calendario lunar de las personas que amas, hay que gravitarlas y organizar las subidas de sus mareas y alargarles la duración de sus días. Y abrazarlas.

2 comentaris:

Anònim ha dit...

así eres tú.


cap. albargina.

Orfeo ha dit...

Así debería ser...
señor Molins...
Orfeo.