Gaspar... toma mis chupetes
Si no hubiera sido lunes no se hubiera levantado con tanta precisión y tan
poca paciencia. Mientras resucitaba (dormía en un estado de quietud tan extremo
que parecía estar muerta) iba planificando todo lo que le diría corpóreamente:
pensaba cómo se acercaría a él, cómo ofrecería su pelo oscuro...
Visitaba la librería donde él trabajaba todos los días excepto los
miércoles; con tanta pleitesía que había conseguido hacerse con un montón de
libros irremplazables.
Se había enamorado de él el mismo día en que se inauguró la tienda. El comercio tenía un escaparate tan infranqueable que no había más remedio que entrar para discutir con el dueño. Le costó cuatro pasillos y medio encontrarlo, al fondo. Cuando llegó a él ya tenía en sus manos, para ella, El amor en los tiempos del cólera.
Desde ese momento fue cada día, con un estado de ánimo diferente, para confeccionar una pequeña República literaria en su propia casa, con los textos con los que se iba enamorando de él.
No se significó socialmente hasta que le ofreció El capital un día que llovía y que le habían robado el bolso en el metro. Otras veces no tenía muy claro quién quería ser e iba a fabricarse una condición con cualquier recomendación de su librero. Había días que él mismo la completaba porque la veía sin rumbo. Un de esos días le ofreció en la tienda el Pinocchio, de Winshluss, para que se subiera en su cerebro y pilotara a su propio personaje. Casi sin quererlo ese día soñó con Blancanieves y volvió a morirse, como cada noche. Otros días a ella le resultaba imprescindible guardar olores que estaban condenados a desaparecer, como el olor de La insoportable levedad del ser.
En cambio los miércoles se levantaba después de no poder reconciliar el sueño y, aunque al día siguiente se amortajaba otra vez, era los miércoles cuando se sentía imprecisa y serena. Y salía a la calle, y pasaba de largo por la tienda de libritos. Ese día siempre conocía a alguien con quien estar o a quien dejar.
Aquel miércoles conoció a un tipo que confesó ser más de hijos bastardos y que por éso le gustaban más los dichos que los refranes. Como ella se había confiscado la ilusión de enamorarse, decidió dejarlo allí colgado y correr hacia la librería.
Ya no llovía en la ciudad, como en otras ocasiones. El infame y terrible escaparate volvía a escupir a los peatones. Recordaba con precisión todos los libros que había comprado, sólo por seguir enamorándose de él. El librero la esperaba con la obra en la mano. Nunca se dijeron nada. No lo compró. Dio media vuelta. Ya estaba en el pasillo, mirando hacia la calle y, por la puerta de la tienda, pasaba la cabalgata de los Reyes Magos. En la carroza se podía ver cómo un niño que dejaba de serlo se acercaba al rey Gaspar y, totalmente desconsolado, le entregaba sus chupetes.
Se había enamorado de él el mismo día en que se inauguró la tienda. El comercio tenía un escaparate tan infranqueable que no había más remedio que entrar para discutir con el dueño. Le costó cuatro pasillos y medio encontrarlo, al fondo. Cuando llegó a él ya tenía en sus manos, para ella, El amor en los tiempos del cólera.
Desde ese momento fue cada día, con un estado de ánimo diferente, para confeccionar una pequeña República literaria en su propia casa, con los textos con los que se iba enamorando de él.
No se significó socialmente hasta que le ofreció El capital un día que llovía y que le habían robado el bolso en el metro. Otras veces no tenía muy claro quién quería ser e iba a fabricarse una condición con cualquier recomendación de su librero. Había días que él mismo la completaba porque la veía sin rumbo. Un de esos días le ofreció en la tienda el Pinocchio, de Winshluss, para que se subiera en su cerebro y pilotara a su propio personaje. Casi sin quererlo ese día soñó con Blancanieves y volvió a morirse, como cada noche. Otros días a ella le resultaba imprescindible guardar olores que estaban condenados a desaparecer, como el olor de La insoportable levedad del ser.
En cambio los miércoles se levantaba después de no poder reconciliar el sueño y, aunque al día siguiente se amortajaba otra vez, era los miércoles cuando se sentía imprecisa y serena. Y salía a la calle, y pasaba de largo por la tienda de libritos. Ese día siempre conocía a alguien con quien estar o a quien dejar.
Aquel miércoles conoció a un tipo que confesó ser más de hijos bastardos y que por éso le gustaban más los dichos que los refranes. Como ella se había confiscado la ilusión de enamorarse, decidió dejarlo allí colgado y correr hacia la librería.
Ya no llovía en la ciudad, como en otras ocasiones. El infame y terrible escaparate volvía a escupir a los peatones. Recordaba con precisión todos los libros que había comprado, sólo por seguir enamorándose de él. El librero la esperaba con la obra en la mano. Nunca se dijeron nada. No lo compró. Dio media vuelta. Ya estaba en el pasillo, mirando hacia la calle y, por la puerta de la tienda, pasaba la cabalgata de los Reyes Magos. En la carroza se podía ver cómo un niño que dejaba de serlo se acercaba al rey Gaspar y, totalmente desconsolado, le entregaba sus chupetes.
4 comentaris:
Sin dudarlo te diré que es una metáfora que no lo es. Y por si fuera poco que es mucho una aliteración de la vida misma.
albargina.
"...se podía ver cómo un niño que dejaba de serlo..." ¡Que imagen tan terrible!
Nunca es terrible, querida/o lectora/or, dejar de ser algo que nos impide llegar hacia algo... A no ser que a usted sólo le importe usted y poco más o que no quiera caminar porque se cansa.
Un abrazo, con cariño.
Pini.
Pleitesía, capità Albargina, pleitesía a vos...sempre...
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