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dijous, de juliol 26, 2012

20 de julio de 2012

 
Descenso al catracho 

Cuando el viajero aluniza en Honduras deja de serlo por completo y se convierte en una pieza más de la cadena alimenticia catracha.
Si miras al cielo ves cómo la capital teje un suave jersey a la luna, por la noche, con millones de cables eléctricos. Al llegar, siempre alunizando, ves como todo al mundo se mueve y hace ruido...todos menos ella, sentada en una piedra, en medio de la ciudad.
No me creí su silencio, ni que estuviera callada, que no sonara nada en ella. No me creía que sólo se escucharan las cosas ajenas a ella, como las ramas de aquel árbol roto. Se notaba que no estaba pensando sino que procuraba no hacer ruido...no sonaba ni a despedida de tren. Desde donde la veía se podía oler a silencio puro.
Mientras tanto el resto de lunáticos proferían agudos pitidos, arrastraban la miseria, aceleraban corazones. Hasta las luces muertas de las farolas y las motos sonaban fuerte y duro. Desde donde se la veía uno no podía creerse su silencio, tan vacío de todo. Ni tampoco el de su compañero, a su lado pero como si no estuviera allí, falso como la mano que se tiende a la luna.
A veces la catracha se gira hacia él...y lo mira. Se observaba perfectamente cómo se podía oír que lo miraba. Sé que las cartas de amor no existen, por eso hay que empezar a inventarlas con grandes dosis de silencio que es, en definitiva, de lo que se alimentan los enamorados. En definitiva se la estaba escribiendo y, mientras quería convertirse en el operador turístico del viaje hacia su cuello, se podía ver que cojeaba del lado derecho del pecho; y que, inválidamente, había dejado de calzar calzado cómodo para él. Yo creo que olvidó que estaba lleno de piedras y que era más cómodo no padecer sus caminatas.
Mientras tanto, en Tegucigalpa, no se pueden comprar boletos hacia ninguna parada de autobús, incluso trae a cuenta olvidarte de las dos últimas cifras de tu teléfono. Casi siempre dan ganas de volverse hacia atrás, no con nostalgia sino dentro del orden de cosas que nos hacen tener las cosas ordenadas. Por eso, cuando se asimila la ciudad, entiendes que es más importante tener algo por lo que escribir que tener que escribir de algo.
Aquí siempre hay un lugar donde no te sientes extraño, por muy extraño que te hayas sentido hasta ese momento. Mientras tanto, por las calles desconchadas suena como un aspersor la gente excitada y se huele a maíz y a sudor, y a uno le dan ganas de balancearse en el jardín de trenzas doradas de la multitud y de reconocer en paternidad absoluta todo lo que paren.
Y llueve, por la tarde, y golpeas con los pies el suelo de barro, lo que hace que el camino, al secarse, vaya por el mismo sitio pero tenga una identidad diferente, otra huella digital. Cuando vuelvo, caminos y mentes están asfaltados.