Descenso al
catracho
Cuando el
viajero aluniza en Honduras deja de serlo por completo y se convierte en una
pieza más de la cadena alimenticia catracha.
Si miras al
cielo ves cómo la capital teje un suave jersey a la luna, por la noche, con
millones de cables eléctricos. Al llegar, siempre alunizando, ves como todo al
mundo se mueve y hace ruido...todos menos ella, sentada en una piedra, en medio
de la ciudad.
No me creí su
silencio, ni que estuviera callada, que no sonara nada en ella. No me creía que
sólo se escucharan las cosas ajenas a ella, como las ramas de aquel árbol roto.
Se notaba que no estaba pensando sino que procuraba no hacer ruido...no sonaba
ni a despedida de tren. Desde donde la veía se podía oler a silencio puro.
Mientras tanto
el resto de lunáticos proferían agudos pitidos, arrastraban la miseria,
aceleraban corazones. Hasta las luces muertas de las farolas y las motos
sonaban fuerte y duro. Desde donde se la veía uno no podía creerse su silencio,
tan vacío de todo. Ni tampoco el de su compañero, a su lado pero como si no
estuviera allí, falso como la mano que se tiende a la luna.
A veces la
catracha se gira hacia él...y lo mira. Se observaba perfectamente cómo se podía
oír que lo miraba. Sé que las cartas de amor no existen, por eso hay que
empezar a inventarlas con grandes dosis de silencio que es, en definitiva, de
lo que se alimentan los enamorados. En definitiva se la estaba escribiendo y,
mientras quería convertirse en el operador turístico del viaje hacia su cuello,
se podía ver que cojeaba del lado derecho del pecho; y que, inválidamente,
había dejado de calzar calzado cómodo para él. Yo creo que olvidó que estaba
lleno de piedras y que era más cómodo no padecer sus caminatas.
Mientras
tanto, en Tegucigalpa, no se pueden comprar boletos hacia ninguna parada de
autobús, incluso trae a cuenta olvidarte de las dos últimas cifras de tu
teléfono. Casi siempre dan ganas de volverse hacia atrás, no con nostalgia sino
dentro del orden de cosas que nos hacen tener las cosas ordenadas. Por eso,
cuando se asimila la ciudad, entiendes que es más importante tener algo por lo
que escribir que tener que escribir de algo.
Aquí siempre
hay un lugar donde no te sientes extraño, por muy extraño que te hayas sentido
hasta ese momento. Mientras tanto, por las calles desconchadas suena como un
aspersor la gente excitada y se huele a maíz y a sudor, y a uno le dan ganas de
balancearse en el jardín de trenzas doradas de la multitud y de reconocer en
paternidad absoluta todo lo que paren.
Y llueve, por
la tarde, y golpeas con los pies el suelo de barro, lo que hace que el camino,
al secarse, vaya por el mismo sitio pero tenga una identidad diferente, otra
huella digital. Cuando vuelvo, caminos y mentes están asfaltados.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada