La muerte de una tortuga
No hay nada más letárgico que la muerte
de una tortuga. Desde los besos de las olas hasta sus pies desnudos había poco
espacio de tiempo. Recordó que su madre, Carmen, lo cogió nada más nacer y ya
podía diferenciar el olor de tres tipos diferentes de aguas saladas. Lloró
tanto aquel 17 de julio que los primeros sorbos de agua que bebió ya fueron
salados.
Todo eso recordaba mientras veía que la
tortuga, despacio, se iba apagando.
De niño sólo se orientaba en función del
mar y, si se alejaba mucho, perseguía las coordenadas con la nariz, buscando
con precisión las corrientes de aire por entre las callejuelas. Ya pasaba más
tiempo dentro que fuera del agua, así que dejó de comprarse ropa al tiempo que
se le hacía más gruesa e insensible la piel. A penas volvía a casa mientras se
pintaba de sol la cara, la espalda y el corazón. Y dejó de jugar con los otros
muchachos del barrio.
También recordó, mientras la tortuga
agonizaba lentamente, sus primeros besos adolescentes, marítimos. Mientras ella
se ahogaba en el fondo de sus ojos azules, él la besaba como un suave rumor y
la dormía con la lengua mojada, y la llenaba de vida, y la despeinaba
tímidamente. Nunca desaprovechó ni un sólo instante de aquella boca.
Y seguía allí, viendo cómo el mar mordía
la orilla, y cómo el tiempo se desperezaba antes de matar a la tortuga. Y pensó
en su juventud, cuando confirmó que el tiempo había sido una invención del
hombre. Siguió en aquella época coleccionando mares en botellas con barcos, y
besando con indescifrable amor, a aquellas damas nocturnas...navegándolas.
Aquella tortuga estaba a punto de caer
rendida a sus pies y las olas ya habían derretido la distancia entre la arena y
el mar. Se había imaginado tanto ese momento que podía haberlo escrito tal y
como pasó, hace muchos años. La verdad es que había encontrado mil lugares
donde naufragar, ya de mayor; y reventarse contra las rocas para dejarse
sabotear terriblemente, como en La posada Jamaica. Sólo intentó una vez
alejarse de la playa y tuvo fiebre durante una luna llena y media. Al despertar
había perdido varios quilos, un par de años y el reloj de bolsillo de su
abuelo.
Ahora observaba a la tortuga, medio
muerta, sobre la arena. Acarició su caparazón y se desnudó del todo. Había
dejado de soplar la brisa y la vida de la tortuga. Se acercó al mar y, al verse
los tobillos abrazados por el océano, respiró agua fresca. Caminaba despacio
hacia el fondo, como había aprendido de la muerte de aquella tortuga. Mientras
el agua le iba abrazando con salada dulzura, se había dado cuenta de que todo
ese ciclo en el que la tortuga había estado muriéndose le había enseñado que el
tiempo era una invención de los hombres. Y de que sí había algo más letárgico
que la muerte de una tortuga.