La joven del fondo del pasillo
Había decidido invertir los ahorros de su familia y parte de las herencias de sus antepasados a amar sin concesiones. Incluso se rumoreaba por la zona que este nuevo orden de cosas le estaba llevando a la ruina, afectando, definitivamente, a parte de su futura descendencia.
Para ello trazó un plan que nació el mismo día en el que vio a Teresita. Siempre permanecía allá, al fondo de la casa, en el rincón del cuarto, con la falda dos centímetros por debajo de la rodilla. La chica parecía hipotecarse con una dulce sonrisa a modo de trompeta de sueños, y se la veía siempre orientada hacia el sur, bajando a golpes escaleras de escalones y medio.
Sí, lo cierto es que, desde la entradita, forrada de recuerdos de boda con marcos de plata, hasta la estancia donde estaba la joven, sólo había una cajita de música austriaca, en la que una princesa bailaba a media noche con la tapa cerrada.
El chico decidió que para resolver a la joven sólo necesitaba, como decíamos, dedicar todo lo terrenal a conseguir dibujar un boceto de su alma. Pero casi ninguno de sus amigos quisieron ayudarle y, los dos o tres que lo intentaron, perdieron el dinero y la paciencia (en ese orden) a las terceras de cambio.
Rápidamente y antes de que aquella chica abandonara el rincón del fondo de la casa, decidió generar una técnica amatoria propia: genuina, en medio de la noche. Pasaba las horas esbozando sonrisas en los espejos, gestionando planes para atacar labios, fabricar besos incontestables, gestos que hacen enrocarse a los miedos y que derrumban corazones, y que escupen pecados...
Muchas noches se despertaba en medio de la nada y era entonces cuando más ferozmente se le ocurrían las ideas. A poco que se iba gastando el presupuesto para amar sin concesiones se daba cuenta de que necesitaba ese estado nocturno de inconsciencia para darle sentido a su trabajo. De hecho sus certezas morían por el día, florecían por la noche.
Aquel día, ése en el que se levantó más pronto de lo habitual, se miró al espejo y no se reconoció. Sobre los labios se le encajó una especie de peso ligero, lleno de una espesa nube dorada de tranquilidad. Ya se había prometido no ponerse nervioso, si llegaba el momento, pero no tuvo más remedio que sentarse a esperar que la vida le diera dos respiros.
Mientras, poco a poco, se acercó al fondo de la casa, dejando atrás el relucir de los marcos de plata de las bodas de los demás.
Antes de llegar a la habitación se paró frente a la cajita de música austriaca y la destapó.
Y siguió, ya sin presupuesto, pero con la extraña sensación de querer subirle la falda sobre la rodilla.
Tuvo que olvidar su nombre por completo antes de besarla, hasta que dejara de respirar...
Estaba todavía allí.
Para ello trazó un plan que nació el mismo día en el que vio a Teresita. Siempre permanecía allá, al fondo de la casa, en el rincón del cuarto, con la falda dos centímetros por debajo de la rodilla. La chica parecía hipotecarse con una dulce sonrisa a modo de trompeta de sueños, y se la veía siempre orientada hacia el sur, bajando a golpes escaleras de escalones y medio.
Sí, lo cierto es que, desde la entradita, forrada de recuerdos de boda con marcos de plata, hasta la estancia donde estaba la joven, sólo había una cajita de música austriaca, en la que una princesa bailaba a media noche con la tapa cerrada.
El chico decidió que para resolver a la joven sólo necesitaba, como decíamos, dedicar todo lo terrenal a conseguir dibujar un boceto de su alma. Pero casi ninguno de sus amigos quisieron ayudarle y, los dos o tres que lo intentaron, perdieron el dinero y la paciencia (en ese orden) a las terceras de cambio.
Rápidamente y antes de que aquella chica abandonara el rincón del fondo de la casa, decidió generar una técnica amatoria propia: genuina, en medio de la noche. Pasaba las horas esbozando sonrisas en los espejos, gestionando planes para atacar labios, fabricar besos incontestables, gestos que hacen enrocarse a los miedos y que derrumban corazones, y que escupen pecados...
Muchas noches se despertaba en medio de la nada y era entonces cuando más ferozmente se le ocurrían las ideas. A poco que se iba gastando el presupuesto para amar sin concesiones se daba cuenta de que necesitaba ese estado nocturno de inconsciencia para darle sentido a su trabajo. De hecho sus certezas morían por el día, florecían por la noche.
Aquel día, ése en el que se levantó más pronto de lo habitual, se miró al espejo y no se reconoció. Sobre los labios se le encajó una especie de peso ligero, lleno de una espesa nube dorada de tranquilidad. Ya se había prometido no ponerse nervioso, si llegaba el momento, pero no tuvo más remedio que sentarse a esperar que la vida le diera dos respiros.
Mientras, poco a poco, se acercó al fondo de la casa, dejando atrás el relucir de los marcos de plata de las bodas de los demás.
Antes de llegar a la habitación se paró frente a la cajita de música austriaca y la destapó.
Y siguió, ya sin presupuesto, pero con la extraña sensación de querer subirle la falda sobre la rodilla.
Tuvo que olvidar su nombre por completo antes de besarla, hasta que dejara de respirar...
Estaba todavía allí.