El sol de aquella tarde
Aquella tarde, de repente, volvió a erizársele el pelo con la música de aquel grupo que había estado odiando en los últimos años. Fue directo a la cocina y, de pronto, se sintió un poco suicida metódico: quiso comprobar si había perdido la intolerancia a la lactosa, el odio a la cebolla recién cortada o el olor a ajo entre los dedos de las manos. Y lo hacía porque, hace tiempo, todas esas cosas le fascinaban, le hacían tremendamente feliz.
Pero llevaba años sin necesitar el olor de la tierra mojada, dos veces por semana; o la sensación de estar metido en la cocina, oliendo hortalizas y besos de amantes sólo con delantal...Durante mucho tiempo estuvo así, tristemente, sin soportar la lactosa, odiando las cebollas y vomitando con el olor a ajo entre los dedos.
Aquella tarde estaba oscureciendo muy deprisa, que es cuando a él le parecía todo más parido. En su imprudente y metódico plan volvió a recorrer las calles que había dejado de visitar por odio, reproches, por no conocerse lo suficiente. De hecho, muchas veces se había planteado cambiar de ciudad porque había restringido tanto su radio de movimiento por ese motivo que siempre terminaba realizando el mismo recorrido. Volvió a aquel bar, comió en ese restaurante, contempló aquel mar de juncos y tierra...de tal manera irrumpieron otra vez todos esos lugares que al final le resultaba difícil no perderse en la ciudad, que se había hecho enorme.
Aquella tarde volvió a escribirla, que era la única manera de tenerla cerca. Reconocía que la había convertido en literatura para no verla. Ya empezaba a tener miedo de tornar a su estado anterior de odio a las hortalizas y a la lactosa, a su estado anterior al de aquella tarde, cuando se emocionó escuchando a aquel grupo. No quería volver, bajo ningún concepto a reírse, cuando reírse es lo mismo que entrar en casa de alguien y no pasar del recibidor.
Aquella tarde, en medio de la noche, recordó el olor de su nuca. Completó su cara ya que su corazón era un puzle que no quiso nunca finalizar. También recordó que le gustaba pasear cuando llovía y que las tardes, en medio de los collados, revientan los besos robados a los ángeles por los portales.
Aquella tarde, por toda la casa se podía reconocer el olor a húmeda cebolla, a cuajada fresca; y besándose los dedos pulgar y corazón, se percibía un delicadísimo ambiente a ajo por todas las habitaciones. Le dieron unas terribles ganas de bailar al son de aquel grupo, recién odiado, recién querido.
Aquella tarde, casi queriéndolo, volvió a recordar el número exacto de pecas de su espalda. Durante mucho tiempo fue el astrólogo oficial de su dorso y, mientras dormía, jugaba a construir constelaciones con sus lunares en medio de esa infinita galaxia...
Aquella tarde, de repente, volvió a erizársele el pelo con la música de aquel grupo que había estado odiando en los últimos años. Fue directo a la cocina y, de pronto, se sintió un poco suicida metódico: quiso comprobar si había perdido la intolerancia a la lactosa, el odio a la cebolla recién cortada o el olor a ajo entre los dedos de las manos. Y lo hacía porque, hace tiempo, todas esas cosas le fascinaban, le hacían tremendamente feliz.
Pero llevaba años sin necesitar el olor de la tierra mojada, dos veces por semana; o la sensación de estar metido en la cocina, oliendo hortalizas y besos de amantes sólo con delantal...Durante mucho tiempo estuvo así, tristemente, sin soportar la lactosa, odiando las cebollas y vomitando con el olor a ajo entre los dedos.
Aquella tarde estaba oscureciendo muy deprisa, que es cuando a él le parecía todo más parido. En su imprudente y metódico plan volvió a recorrer las calles que había dejado de visitar por odio, reproches, por no conocerse lo suficiente. De hecho, muchas veces se había planteado cambiar de ciudad porque había restringido tanto su radio de movimiento por ese motivo que siempre terminaba realizando el mismo recorrido. Volvió a aquel bar, comió en ese restaurante, contempló aquel mar de juncos y tierra...de tal manera irrumpieron otra vez todos esos lugares que al final le resultaba difícil no perderse en la ciudad, que se había hecho enorme.
Aquella tarde volvió a escribirla, que era la única manera de tenerla cerca. Reconocía que la había convertido en literatura para no verla. Ya empezaba a tener miedo de tornar a su estado anterior de odio a las hortalizas y a la lactosa, a su estado anterior al de aquella tarde, cuando se emocionó escuchando a aquel grupo. No quería volver, bajo ningún concepto a reírse, cuando reírse es lo mismo que entrar en casa de alguien y no pasar del recibidor.
Aquella tarde, en medio de la noche, recordó el olor de su nuca. Completó su cara ya que su corazón era un puzle que no quiso nunca finalizar. También recordó que le gustaba pasear cuando llovía y que las tardes, en medio de los collados, revientan los besos robados a los ángeles por los portales.
Aquella tarde, por toda la casa se podía reconocer el olor a húmeda cebolla, a cuajada fresca; y besándose los dedos pulgar y corazón, se percibía un delicadísimo ambiente a ajo por todas las habitaciones. Le dieron unas terribles ganas de bailar al son de aquel grupo, recién odiado, recién querido.
Aquella tarde, casi queriéndolo, volvió a recordar el número exacto de pecas de su espalda. Durante mucho tiempo fue el astrólogo oficial de su dorso y, mientras dormía, jugaba a construir constelaciones con sus lunares en medio de esa infinita galaxia...
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