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dijous, d’octubre 21, 2010

20 de octubre de 2010

Cuento de entretiempo

Lo atribuía a la bajada de las temperaturas y a la inminente llegada de las lluvias a la ciudad. Las precipitaciones siempre se colaban entre estación y estación, por la puerta de atrás. No se quedaba tranquilo hasta que veía caer la primera gota y volvía a conciliar el sueño a los dos o tres días de lluvia persistente.
Padecía esa extraña dolencia desde siempre, y las bajadas de las temperaturas y las subidas de fiebre en época seca no hacían más que cerciorar lo que ningún médico pudo suscribir públicamente.
Cuando le preguntaban por el inicio de las convulsiones, él siempre decía lo mismo, «yo me encuentro mal si no concreto» Y le pasaba que era incapaz de considerar las definiciones si antes no tenía un ejemplo claro de ellas. Por éso, una de sus primeras recaídas fue cuando leyó en un diccionario la definición de pescado, sin encontrar ningún ejemplo real de qué era un pez. Las fiebres comenzaron fuertemente hasta que acabó en la panadería y entendió dentro de una torta salada que los peces en general son
sardinas en particular.
Durante años fue cultivando esa percepción por lo concreto, hasta que fue incapaz de entender conceptos abstractos. En esos años tuvo que renunciar a enamorarse porque no entendía las cosas que demandaban las mujeres que le quisieron. También tuvo que privarse de mantener cualquier tipo de contacto con sus vecinos y familiares, ya que nadie podía explicarle con colores o texturas que el mundo en el que vivía se posaba en una peana de cultura de televisión de cable.
Su segunda crisis fue entender el concepto de mar, ya que vivía lejos de él y no podía olfatear, por ejemplo, la arena. Aunque no sabía lo que era un delta, sí que había conseguido un montón de olores y colores que, juntos, tenían forma de mar: localizó el olor a salitre en un tarro de la cocina, la textura de la tierra fina de un jarrón decorativo de su abuela y pasó toda una tarde con la vista perdida en el infinito. Con la intención de enfrentarse a su enfermedad, metió un papelito dentro de una botella de cristal para conducirlo, con un palo, desde el río hasta el océano. Efectivamente, iba enfermando cada vez más porque las lluvias iban haciendo subir el caudal del río y era más difícil conducir la botella con el palo. Cuanto más mayor se hacía, más llovía por aquella parte del valle, y se daba cuenta de que dejaba de tener el poder de mover, de conducir, de llevar la botella de cristal por donde él quería.
Y aunque durante años intentó que la botella llegara a su destino, lo único que consiguió fue darse cuenta de que, en busca de todo lo concreto, al único lugar al que había conseguido llegar era a un magnífico y azul mar de dudas.

4 comentaris:

Anònim ha dit...

Esta vez te has superado a ti mismo. Te felicito desde el encogimiento espiritual en el que me encuentro inmersa. Has creado un personaje con el que soy capaz de sentirme identificada. O puede que tan solo lo fuera con la botella...
En fin... Que me quito el sombrero ante ti (como de costumbre).

Momo

Orfeo ha dit...

Encogimiento espiritual,...suena mal y suena bien. Identificarse es vivirse, más con el palo que con la botella, más con la corriente del río que con el palo del chaval que la lleva hacia el océano, en ese mar de dudas en el que solemos estar los mortales. Yo me pongo la txapela, que viene la lluvia y el frío. Un abrazo, Momo.

Orfeo ha dit...

Por cierto: nunca te vi con sombrero...

Anònim ha dit...

Es que el sombrero solo lo uso en la intimidad. Para el frío mejor los abrazos, y para la lluvia... dejarla caer.

Un beso.

Momo (obviamente)