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dimarts, de juliol 20, 2010

20 de julio de 2010

Cuento de verano
Tuvo tiempo de reconocer el olor a garrapiñadas antes de ser golpeado por el color de la venta de banderas nacionales por las calles. Mientras salía de la boca del metro, vio cómo le robaban la cartera a un señor de unos cuarenta años. Como empezó a oscurecer los hombres de traje y corbata fueron desapareciendo de las calles y los barrios se llenaron de todo tipo de seres informes: a veces, entre cuadra y cuadra, se le clavaba medio nudo en la garganta de su mundo.
Éso sí, nunca faltan los ladrones de flores a su paso, al mismo tiempo que se abrocha la bufanda y esconde su vergüenza. Todo el mundo seguía vendiendo banderas nacionales, gorros con los colores de la selección de fútbol, a la otra orilla del océano.
Decidió que, para que no le robaran los pocos pesos que llevaba, pasaría dos días y medio en el taburete más sucio de «La Piojera» Le pareció un sitio completamente lunático y no le recordaba a nada ni a nadie. Los hombres bebían terremotos y las mujeres cerveza,...los muchachos se peleaban por enviar miradas llenas de besos a las mujeres y acababan pasándose los puños por la cara al fondo del pasillo. A cada media hora que pasaba, el bar se llenaba de almas de hijos de la dictadura: los chilenos se beben la vida así.
Decidió salir de la cantina, a que el frío le cortara los labios, a intentar rebajar la temperatura de su cuerpo imperfecto. Se dio cuenta de la verticalidad de la ciudad, insultante, en el centro. A unos quilómetros de allí, Santiago se echa a dormir en el extrarradio y los barrios se llenan de escombro de terremoto. Pero en Providencia se sentía a gusto. Revivió una conversación con un obrero que había bajado de un rascacielos en construcción. Recordó haberla mantenido porque se paró a ver la versión del siglo XXI de «Obreros saliendo de la fábrica». Aquel hombre de ojos pequeños le dijo que en Chile no había clase media y que todo el mundo trata de ocupar ese nuevo espacio, apetitoso, independientemente de si puede o no puede permitírselo.
Hoy sólo recuerda la sensación de fiereza que le provocaba el esqueleto del rascacielos diáfano. Decidió no fotografiar el momento pero lo retuvo en la mente. Es lo que solía hacer en esos casos: se guardaba la foto para una ocasión más apropiada; nunca olvida una composición, si le gusta, y a las semanas la puede reproducir exactamente igual, pero con otros actores.
Se percató de que cuanto más fuerte se hacía a nivel intelectual, más le molestaba que le pisaran por la calle; y reconoció que todo aquello había sido como un cuento de Dickens y que Santiago le firmó un autógrafo en el pecho para el resto de su vida.

1 comentari:

Anònim ha dit...

Grandioso final. Besos!!

Vero