¿Qué es lo cotidiano?
Por la noche, los hospitales se llenan de enormes silencios documentados en las agujas de los relojes de los enfermos terminales. Pasar una noche allí es cerrarle las puertas en las narices a la ilusión.
Lo que más llama la atención al cliente de hospital es precisamente éso: que se siente un consumidor. Lo que menos, la necesaria pérdida de privacidad. Desde la cama aprendí a generar otro mundo que no fuera el que perfumaba mi habitación. Tuve mala suerte con las lecturas escogidas, así que me dediqué a Frank Miller, convencido de que lo que me estaba pasando estaba más cerca del cómic que de la narrativa. Cierto es que los tres compañeros de habitáculo parecían más perjudicados que yo, por eso los imaginaba protagonizando las viñetas que iba leyendo.
Poco a poco fui alejándome de la realidad. Las personas tenemos un extraño talento para rechazar lo cotidiano y echarlo de menos a la vez. A mí lo cotidiano ya no me importaba porque lo había inundado todo. Me pareció curioso darme cuenta de que llevaba años utilizando los periódicos para evadirme del trasiego diario y que ahora los utilizaba para construir mi propia cotidianidad (de hecho no hay más que reflexionar sobre la semántica del término periódico). Ya he conducido un camión con miedo a ser parado por los piquetes, he marcado un gol de cabeza a Rusia y he sido expulsado por Berlusconi del poblado donde vivía. Con tremendo pavor me he sorprendido leyendo la sección de Internacional, a la que nunca llegaba con las suficientes fuerzas, hecho que siempre he considerado como signo de una maravillosa inmadurez intelectual.
Salir de un Centro de Salud (curioso nombre para un lugar donde el noventa por ciento de sus integrantes andan escasos de ella) es como devorar una novela: te queda un extraño vacío que se llena con el recuerdo de las palabras leídas. Es fascinante pensar que nuestra rutina forma parte de un orden hermoso e inestable y sólo hay que pasar semanas encerrado en un sitio para darse cuenta de ello.
Luego ha venido el cine, para dejarlo todo peor de lo que estaba. Reconocerte en pantalla y apagar tus sueños desde un mando a distancia, después de los títulos de crédito, es una tremenda crueldad. Las noches ya no son el plató de los telefilmes de los sueños.
Pero por las mañanas suele salir el sol y una mujer cruza con su perro la calle a eso de las ocho y media, buscando por el suelo algo que se le ha perdido. El animal también parece involucrado en el proyecto, aunque en todas estas semanas ninguno de los dos lo ha encontrado todavía. Me tienen con el corazón encogido cuando los veo agachados, mirando por debajo de los coches, esperando hallar la porción de sensatez que a todos nos ha faltado alguna vez en la vida.
Lo que más llama la atención al cliente de hospital es precisamente éso: que se siente un consumidor. Lo que menos, la necesaria pérdida de privacidad. Desde la cama aprendí a generar otro mundo que no fuera el que perfumaba mi habitación. Tuve mala suerte con las lecturas escogidas, así que me dediqué a Frank Miller, convencido de que lo que me estaba pasando estaba más cerca del cómic que de la narrativa. Cierto es que los tres compañeros de habitáculo parecían más perjudicados que yo, por eso los imaginaba protagonizando las viñetas que iba leyendo.
Poco a poco fui alejándome de la realidad. Las personas tenemos un extraño talento para rechazar lo cotidiano y echarlo de menos a la vez. A mí lo cotidiano ya no me importaba porque lo había inundado todo. Me pareció curioso darme cuenta de que llevaba años utilizando los periódicos para evadirme del trasiego diario y que ahora los utilizaba para construir mi propia cotidianidad (de hecho no hay más que reflexionar sobre la semántica del término periódico). Ya he conducido un camión con miedo a ser parado por los piquetes, he marcado un gol de cabeza a Rusia y he sido expulsado por Berlusconi del poblado donde vivía. Con tremendo pavor me he sorprendido leyendo la sección de Internacional, a la que nunca llegaba con las suficientes fuerzas, hecho que siempre he considerado como signo de una maravillosa inmadurez intelectual.
Salir de un Centro de Salud (curioso nombre para un lugar donde el noventa por ciento de sus integrantes andan escasos de ella) es como devorar una novela: te queda un extraño vacío que se llena con el recuerdo de las palabras leídas. Es fascinante pensar que nuestra rutina forma parte de un orden hermoso e inestable y sólo hay que pasar semanas encerrado en un sitio para darse cuenta de ello.
Luego ha venido el cine, para dejarlo todo peor de lo que estaba. Reconocerte en pantalla y apagar tus sueños desde un mando a distancia, después de los títulos de crédito, es una tremenda crueldad. Las noches ya no son el plató de los telefilmes de los sueños.
Pero por las mañanas suele salir el sol y una mujer cruza con su perro la calle a eso de las ocho y media, buscando por el suelo algo que se le ha perdido. El animal también parece involucrado en el proyecto, aunque en todas estas semanas ninguno de los dos lo ha encontrado todavía. Me tienen con el corazón encogido cuando los veo agachados, mirando por debajo de los coches, esperando hallar la porción de sensatez que a todos nos ha faltado alguna vez en la vida.
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