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diumenge, de maig 20, 2007

18 de mayo de 2007


Reencarnarse en una lavadora

Hace unas semanas recordé que las paredes no siempre han estado coloreadas a golpe de brocha. En algunos lugares donde importa poco el paso del tiempo, las casitas se siguen pintando con la colada diaria, vistiéndose con la épica ropa que nos abandona por las noches, cuando no queremos llegar todavía a casa.
Ver prendas tendidas por las ventanas es hacer público tu número de hermanos y las tallas que gasta su dignidad. Hacía tiempo que no encontraba un acto humano que desabroche la camisa de la vergüenza tan eminente como dejar la ropa a secar cerca de los balcones.
Y comprobé semejante teoría en el viaje al tenderete de los besos lusos. Me di cuenta, paseando por las calles del pueblo, que las coladas eran completamente sensatas: ropa blanca con ropa blanca, vaqueros con vaqueros y lo demás, tendido de una sóla tacada, en maravilloso desorden. Y comprendí entre disparo y disparo fotográfico, que nos encanta ordenar la ropa recién lavada porque somos incapaces de hacer lo propio con la vida, que no entiende payasos de micolores.
Lo que colgaba de las paredes de las casas parecía, por una parte, una carta de presentación para los vecinos pero realmente era la huella dactilar del esfuerzo de un pueblo dedicado a coger sardinas. Se podía oler por la calle la lavada, ver los restos de vida completamente nueva que dejaba la máquina automática, tocar la limpieza de alma que le hacía a las camisetas, que son las que más se manchan por estar más cerca del corazón.
Es parte de nuestro destino limpiar lo que hemos sido. Si tuviera que reencarnarme algún día en algo lo haría en una lavadora semiautomática (todo lo «semi» es como más interesante) De hecho la analogía entre la lavadora y la vida, si se fijan, es casi perfecta: las personas damos vueltas con cosas dentro para intentar lavarlas y el objetivo es que acabe todo limpio, aunque siempre quedan camisas con alguna mancha, o calcetines que deberíamos haber tirado,...pero los volvemos a meter en la máquina.
Y cuando pasa el tiempo la lavadora suena cada vez peor y duele; y yo, en aquel pueblecito portugués, supe a qué sonaba el dolor: a sonido de cuerda recién pisada entre verso y verso de un fado, cerca de la mismísima orilla del mar. Si lo hubiera sabido antes no hubiera compuesto tantos poemas, no le hubiera dedicado tanto tiempo a los versos que escriben los estudiantes en las puertas de los retretes de los bares, no hubiera desperdiciado tantas lágrimas por las esquinas los días que más llovía. Dice la canción, «Por una lágrima tuya yo me dejaría matar»,...yo haría lo mismo si me dieran la oportunidad de reencarnarme en una lavadora.

3 comentaris:

Anònim ha dit...

No descubro nada si digo que los detalles más pequeños precisamente son los que más se nos quedan clavados en la pupila. Y digo clavados y no pegados porque sé lo que me digo. Esta sociedad avanzada por la que caminamos, este primer mundo del que tan bien hablan aquellos de los mundos de hasta atrás, se va encargando pausadamente de borrar como es debido lo que considera que ya no nos hace falta. Y en su afán por dárnoslo todo como se le da todo a los hijos adorados, se va guardando en los bolsillos del descuido aquello por lo que quizás sea lo único que merezca la pena vivir.

Recomiendo con especial entusiasmo, por haberlo también vivido, un viaje a los lugares del fondo, los del final. Ya no vuelves igual que como te fuiste. Ellos están llenos de eso que nosotros desechamos: ropa, corazón y abrazos.

Qué gran analogía, sí señor, la de la lavadora y la vida.


Ico.

Anònim ha dit...

Pues yo me dejaría matar por el olvido en ese pueblecito luso donde el paso del tiempo no es importante. Y supongo que no lo es porque allí todavía se recuerda que lo realmente importante no es que el tiempo pase si no cómo pases el tiempo.
Y me dejaría matar porque solo muriendo se puede renacer en carne propia. Porque los gusanos que nos devoran nunca son ajenos, yo más bien creo que son hijos de nuestra conciencia que surgen de las entrañas para limpiar, a golpe de mordisco y putrefacción, las manchas que nos ha dejado la vida.
Y todo se reduce a lo mismo. Dar vueltas con el agua al cuello. Porque Dios aprieta, pero no ahoga. Y así vamos llevando la vida entre prelavados y centrifugados, pasando la mayor parte del tiempo mareados por el ritmo vertiginoso que imprime el tambor metálico de esta lavadora a la que llamamos vida. Probando nuevos detergentes más blanqueantes, más activos, y aumentando la velocidad de giro de nuestra noria para ver si, por arte de magia, la próxima vez que tendamos la colada al sol, su resplandor deslumbre a los vecinos ocultando esas pequeñas manchas que ningún jabón podrá eliminar de nuestra ropa.
Por eso me dejaría matar por el olvido en ese pueblecito luso, porque la forma más honesta de lavar la ropa es hacerlo a mano, con el jabón de toda la vida, ese que huele solamente a limpio y que, en su modestia, siempre reconoció que hay manchas que jamás podrán ser lavadas.

Momo

Anònim ha dit...

De que vale el lamentarse por situaciones que no cambian por nuestras lagrimas. Hay que levantarse y ganar aquello por lo que cada uno desea, sin temor ni dudas.
Os dejariais matar pero solo por renacer vosotros, la gente lusa...a ellos les mirariais pasar y os asaltarian las lagrimas, pero ellos lo ultimo que necesitan es que alguien se entristezca de su situacion. Lo que cambia el mundo es...Ojala lo supiera