Reencarnarse en una lavadora
Hace unas semanas recordé que las paredes no siempre han estado coloreadas a golpe de brocha. En algunos lugares donde importa poco el paso del tiempo, las casitas se siguen pintando con la colada diaria, vistiéndose con la épica ropa que nos abandona por las noches, cuando no queremos llegar todavía a casa.
Ver prendas tendidas por las ventanas es hacer público tu número de hermanos y las tallas que gasta su dignidad. Hacía tiempo que no encontraba un acto humano que desabroche la camisa de la vergüenza tan eminente como dejar la ropa a secar cerca de los balcones.
Y comprobé semejante teoría en el viaje al tenderete de los besos lusos. Me di cuenta, paseando por las calles del pueblo, que las coladas eran completamente sensatas: ropa blanca con ropa blanca, vaqueros con vaqueros y lo demás, tendido de una sóla tacada, en maravilloso desorden. Y comprendí entre disparo y disparo fotográfico, que nos encanta ordenar la ropa recién lavada porque somos incapaces de hacer lo propio con la vida, que no entiende payasos de micolores.
Lo que colgaba de las paredes de las casas parecía, por una parte, una carta de presentación para los vecinos pero realmente era la huella dactilar del esfuerzo de un pueblo dedicado a coger sardinas. Se podía oler por la calle la lavada, ver los restos de vida completamente nueva que dejaba la máquina automática, tocar la limpieza de alma que le hacía a las camisetas, que son las que más se manchan por estar más cerca del corazón.
Es parte de nuestro destino limpiar lo que hemos sido. Si tuviera que reencarnarme algún día en algo lo haría en una lavadora semiautomática (todo lo «semi» es como más interesante) De hecho la analogía entre la lavadora y la vida, si se fijan, es casi perfecta: las personas damos vueltas con cosas dentro para intentar lavarlas y el objetivo es que acabe todo limpio, aunque siempre quedan camisas con alguna mancha, o calcetines que deberíamos haber tirado,...pero los volvemos a meter en la máquina.
Y cuando pasa el tiempo la lavadora suena cada vez peor y duele; y yo, en aquel pueblecito portugués, supe a qué sonaba el dolor: a sonido de cuerda recién pisada entre verso y verso de un fado, cerca de la mismísima orilla del mar. Si lo hubiera sabido antes no hubiera compuesto tantos poemas, no le hubiera dedicado tanto tiempo a los versos que escriben los estudiantes en las puertas de los retretes de los bares, no hubiera desperdiciado tantas lágrimas por las esquinas los días que más llovía. Dice la canción, «Por una lágrima tuya yo me dejaría matar»,...yo haría lo mismo si me dieran la oportunidad de reencarnarme en una lavadora.