El libre albedrío encarcelado
Reconozco que me da vergüenza que alguien me explique utilizando la literatura y pánico que lo haga con las matemáticas. Dicen que por medio de las teorías fractales se puede representar cualquier figura geométrica, por medio de una pirámide...Quiero pensar que todos nos merecemos ser entendidos por alquien aunque ése alguien sea múltiplo y divisor al mismo tiempo. Y como me empeño en explicarme en cada cosa que leo, acabé intentándolo con un texto que hablaba del libre albedrío. Apareció con cuerpo diez, justificado a la derecha (mal comienzo) una frase de Schopenhauer que venía a decir algo así como que el hombre puede hacer lo que quiera pero no desearlo. La frase me pareció de una simplicidad asombrosa, de una sensatez abrumadora.
Hace tiempo que quiero un reloj de cuco, de ésos que tienen ventanita y pajarico, con números romanos, precisión suiza y estética espartana. Tal vez porque en casa de la Elvirín siempre hubo uno al lado de un monje que indicaba la humedad en el ambiente, la posibilidad de llover, las ganas de llorar del cielo. Y lo quiero porque mi libre albedrío se moja cuando escupe el cielo, me moja las gafas y me besa las suelas de los pies. Y me doy cuenta de que llevo lentes, porque cuanto más pasa el tiempo más necesitamos ver lo que tenemos delante y las dioptrías mentales se deslizan hacia la retina.
Y me parece mejor lo del cuco que lo de capturar granitos de arena y hacerlos bailar dentro de una botella, para preocuparnos por su caída. Aunque el mérito se lo doy al monje y el misterio de la humedad. Me prepara para lo que hay fuera. Cuando llueve se condimenta el universo y todo huele. Me acuerdo de mi padre cuando cae el agua por los tejados porque siempre me ha parecido una gota de agua. Ya ha pasado los setenta y varios sístoles sin diástoles. Lo imagino con el capote de amianto a la espalda, para que no le mordiera el hierro fundido, y siempre me da la impresión, en ese sueño, que debería estar lloviendo. Incluso recuerdo las tardes de febrero, devorando novelitas de vaqueros que cabalgaban bajo el cielo gris.
Así que me negué a ser explicado por las matemáticas y necesité, por un instante, que lo hiciera el libre albedrío. Volví a pasear sobre un suelo mojado, en un ático lo suficientemente alto como para tener vistas a mi piel. Y decidí tener lo que quiera, aunque sólo sea intentándolo de lunes a domingo.
Y por eso me gustan los relojes de cuco, con pajarico y ventanica, sobre todo si se colocan justo al lado de uno de esos monjes que, con el dedo y la capucha, te dicen cuando llora el cielo, cuando te toca llorar a ti.