Antes de salir del cuartito luminoso y frío se abrochaba el penúltimo botón de la camisa: todo lo que se le acercaba al cuello le recordaba a su carnet de identidad, a su Estado Civil, a su lugar en la línea de sucesión de su huérfana vida, a que sólo era un número.
Se ponía los calcetines por descarte; era tan mecánico vistiéndose que nunca tenía la certeza de si había salido a la calle con todas las prendas puestas, ni en el orden ni con la consiguiente coordinación o tipos. A veces (muchas veces) esa incertidumbre le hacía volver al cuartito luminoso y frío, mientras subía y comprobaba que le faltaban botones por abrochar en la camisa, por lo menos el penúltimo.
Luego, cuando se lanzaba definitivamente a la calle, con esa incertidumbre perpetua sobre si todo estaba bien abrochando o no, descuidaba su sonrisa como si se rompiera la camisa en una boda gitana.
No había en la ciudad cuerpo más desnutrido de mierda que el suyo.
Y por éso daba la sensación de tener controlados sus pasos en medio de los polvos de los enamorados.
Y por éso daba la sensación de tener controlados sus pasos en medio de los polvos de los enamorados.
Otras veces, después de salir del cuartito luminoso y frío, se desmaquillaba, con fuerza, en el espejo del ascensor, que es el tocador de las estrellas de Hollywood que salen a protagonizarse cuando bajan en batín a comprar el pan. En la cola de la panadería te encuentras con personas que no utilizan dobles para las escenas peligrosas de la vida porque saben descubrir, en cada muerte, un nuevo Libro de Familia.
Por todas estas cosas cuando subía o bajaba del ascensor, el espejo le escupía a la cara.
A veces, no se veía del todo bien porque sobre el espejo del ascensor (ese juez que le decía lo que sí y lo que no) estaba lleno de golpes y de huellas dactilares. Y cuando todo el espejo estaba lleno de identidad legal, a él le daba una tremenda pena no reconocerse sobre el cristal lefado de vida.
Por todas estas cosas cuando subía o bajaba del ascensor, el espejo le escupía a la cara.
A veces, no se veía del todo bien porque sobre el espejo del ascensor (ese juez que le decía lo que sí y lo que no) estaba lleno de golpes y de huellas dactilares. Y cuando todo el espejo estaba lleno de identidad legal, a él le daba una tremenda pena no reconocerse sobre el cristal lefado de vida.
Se dio cuenta que formaba parte de una compañía teatral. Ese grupo actoral suele completar las miradas, con papeles diferentes, en noches de luna llena, vacía de inconvenientes que lo dejarían yermo.
A menudo el casting de los espejos de ascensor es duro, dramático, porque no tiene la capacidad de asumir las miserias de todos sus vecinos; y se resquebrajan, como por arte de magia sensata.
Y es por éso que dejó de ser niño: porque se metió en un ascensor y miró hacia arriba. El resto de los usuarios ascensoristas tenían pegados los pies a la goma negra y hablaban, mientras subían o bajaban, del tiempo y del Athletic de Bilbao.