Subir tus ocho miles
Había decidido viajar desde su piso al de ella, porque bajando la basura se
detuvo en su rellano a pensarla, a salir y respirar los descuidos en sus
aduanas. Hacía tanto tiempo que no echaba en la maleta sus cosas que, todas las
cosas que necesitaba, realmente, no deberían de estar nunca en ninguna maleta.
Se conocieron por la plaza, por los mordiscos de las bolsas de la compra sobre los dedos; y por las noches de parados y de paredes finas donde se escuchaban los gemidos y los puñetazos en la cara.
Por éso decidieron viajarse: porque ella vivía en el primer piso, puerta A... y él, siempre o casi siempre, vivía en el último, puerta B.
Se querían de esa manera y se daban besos de protección oficial: se escondían de los ruidos mientras hacían ruidos cuando se escondían.
Por los deslunados se desnudaban las vecinas y los gatos follaban y merecían ser funcionarios de sus abrazos. Y se deslunaban las mareas de sus besos de apnea.
Como se conocían, de los trayectos del pan, de la leche y del colegio; como se habían visto por los pasillos de las bebidas alcohólicas de los supermercados... por éso se miraron un segundo...
Fue aquella tarde, cuando los periódicos anunciaban solsticios, que es lo que más le gusta anunciar a los periódicos, por las últimas páginas.
No se tuvieron más remedio: se miraron con la suficiente contemplación.
Después de esto, él montó toda una compañía aérea para verla desde lejos: no escatimó en gastos de representación, ni en campañas publicitarias: le escribió una carta de amor en una servilleta de bar y su primo , que tartamudeaba sólo con verla, se la llevó, callado como un bastón.
Mientras tanto, en la escalera, la vecina del primer piso (puerta dos) le dejó la olla exprés a la de la puerta cuatro; al mismo tiempo, en la puerta seis del segundo piso, se perpetraba un alioli de dimensiones catastróficas. Todos los demás, cada uno en su casa, intentaban tender la ropa sin molestar al de abajo. Algunos se emborrachaban intempestivamente, que es una de las mejores maneras de hacerlo.
Y mientras en el tercer piso el vecino del 12A tenía la colección del 13 rue del percebe más importante del universo, en el último piso...
En el último piso, ella y él quedaron para viajarse. Decidieron subir sus ocho miles, esos que empiezan en la plaza y que acaban en las camas sin hacer.
Se compraron un billete sólo de ida hacia el fondo del pasillo. No tenían bombilla de repuesto para la habitación a donde iban. Rescataron del naufragio los restos de la cena de los idiotas de sus besos. Cerraron tras de sí la puerta y se quisieron, porque una vez la había visto bajar la basura y decidió quedarse a pensarla: sólo por éso.
Se conocieron por la plaza, por los mordiscos de las bolsas de la compra sobre los dedos; y por las noches de parados y de paredes finas donde se escuchaban los gemidos y los puñetazos en la cara.
Por éso decidieron viajarse: porque ella vivía en el primer piso, puerta A... y él, siempre o casi siempre, vivía en el último, puerta B.
Se querían de esa manera y se daban besos de protección oficial: se escondían de los ruidos mientras hacían ruidos cuando se escondían.
Por los deslunados se desnudaban las vecinas y los gatos follaban y merecían ser funcionarios de sus abrazos. Y se deslunaban las mareas de sus besos de apnea.
Como se conocían, de los trayectos del pan, de la leche y del colegio; como se habían visto por los pasillos de las bebidas alcohólicas de los supermercados... por éso se miraron un segundo...
Fue aquella tarde, cuando los periódicos anunciaban solsticios, que es lo que más le gusta anunciar a los periódicos, por las últimas páginas.
No se tuvieron más remedio: se miraron con la suficiente contemplación.
Después de esto, él montó toda una compañía aérea para verla desde lejos: no escatimó en gastos de representación, ni en campañas publicitarias: le escribió una carta de amor en una servilleta de bar y su primo , que tartamudeaba sólo con verla, se la llevó, callado como un bastón.
Mientras tanto, en la escalera, la vecina del primer piso (puerta dos) le dejó la olla exprés a la de la puerta cuatro; al mismo tiempo, en la puerta seis del segundo piso, se perpetraba un alioli de dimensiones catastróficas. Todos los demás, cada uno en su casa, intentaban tender la ropa sin molestar al de abajo. Algunos se emborrachaban intempestivamente, que es una de las mejores maneras de hacerlo.
Y mientras en el tercer piso el vecino del 12A tenía la colección del 13 rue del percebe más importante del universo, en el último piso...
En el último piso, ella y él quedaron para viajarse. Decidieron subir sus ocho miles, esos que empiezan en la plaza y que acaban en las camas sin hacer.
Se compraron un billete sólo de ida hacia el fondo del pasillo. No tenían bombilla de repuesto para la habitación a donde iban. Rescataron del naufragio los restos de la cena de los idiotas de sus besos. Cerraron tras de sí la puerta y se quisieron, porque una vez la había visto bajar la basura y decidió quedarse a pensarla: sólo por éso.