El hombre del taburete
Siempre ocupaba el mismo sitio en el bar de enfrente. El camarero
y él habían llegado al acuerdo de que, ni él
pedía nada al llegar a su silla ni el camarero se equivocaba en lo que
él quería tomar. Por aquel
entonces, el verano se había deprimido con tanto desorden por el barrio que nunca más se supo si había abandonado definitivamente su condición
estacional. Por eso, los vecinos se equivocaban siempre en la elección de la ropa adecuada y se podía
ver, indistintamente, a gente vestida como si fuera a pasar un día estival o a personas que se preparaban para una terrible ola de
frío. Tan organizado estaba el desconcierto, que había, en las conversaciones, olvidos de nombres, silencios
aterradores, gritos y besos de esos que se dan por los portales si hace frío. Y los muchachos bajaban al parque a columpiarse en medio del
sencillo trastorno. Y había muchos coches aparcados en doble fila.
Se había enamorado, 'de oficio', de una secretaria de una compañía de seguros,
que olía a hierba recién cortada y se sonrojaba cuando escuchaba la palabra 'coño'. No sabía muy bien por qué había decidido bajar de los taburetes de los bares tras el olor de su
desnuda nuca. En cambio era perfectamente consciente de que tenía que dejarla crecer en su pecho húmedo
y fértil, tenía que verla germinar.
Todas las tardes, el tipo que se sentaba siempre en los mismos
sitios iba a cosecharla, vestido de cualquier día
de la semana que no fuera el día en el que iba a
cosecharla. Ella olía cómo se acercaba y no tenía más remedio que esperar a que él
llegara a seleccionarla, con la maquinaria adecuada, en la época del año exacta, en el momento del día
ideal para que todo sea perfecto. A veces la circunvalaba para poder
reconstruir todo su cuerpo, todos sus gestos, desde todas sus opciones. Otras,
se limitaba a verla de lejos, por detrás,
porque le gustaba imaginar sus gestos al encontrarse con el frutero, la
panadera y el dentista de la esquina... Y sólo
se puede imaginar el gesto de una persona si se la mira caminar de lejos.
Y como el verano se había deprimido, y como
él se había enamorado de oficio y sólo
quería cosecharla, dejó de circunvalarla y
averiguó
dónde trabajaba.
Ella salía de la oficina y siempre acababa en una esquina de la calle, como
escupida por el edificio. Muchas veces había
pensado que era algún tipo de fuerza de la física,
que en algún libro había algún capítulo dedicado a por qué ella acababa en el
mismo rincón de la calle al salir de trabajar. Pero se curó de su ataque de cordura un día
que un borracho le dijo que las cosas en general, le escupían a la cara, y que los edificios en particular, mucho más.
Él la recolectaba.
Y la secretaria leía y soñaba, tocaba y sentía, pensaba y hacía... Hasta que se puso a recolectar piedras en una preciosa calita
azul, una de esas calitas en la que las tortugas van a desovar...
Y el desconcierto les casó por lo civil.