Escuchando sombras
Un día, uno de esos días en los que no se sentía protegido ni por la niebla, se encontró tan solo que no pasó ni una sola hora hasta que lo reconoció. Había bajado a tirar la basura pero, por el camino, llegó a sospechar en algún momento, si no había ocurrido al revés; si no habían sido los despojos de la casa los que le habían desahuciado a él. Incluso el gesto de deshacerse de la bolsa, en el fondo del contenedor de basura, le recordó que su madre le había parido.
Supuso que la solución a su tremenda angustia pasaba por ajustar su mundo al de los demás, su mesa a la de los otros, en los bares, para no sentirse solo. Y decidió poner el plan en práctica.
Pasadas unas semanas se percató de que le satisfacía tanto completarse con las conversaciones de las mesas más cercanas como con la propia comida, y no necesitaba nada más con lo que entretenerse; sólo con las formas que hacían las sobras sobre el plato y con las sobras de los sonidos de las conversaciones. Únicamente requería de alguna frase suelta, dicha por alguien, lejos, a la que él le atribuía otros significados, siempre alejados de los originales. Necesitaba lo peor, lo innecesario de cada conversación de los demás para sentirse feliz... recoger los restos de los otros le daba sentido a que él estuviera allí.
Un día, se llevó un libro para la hora de comer porque no se aclaraba a la hora de vestirse (si salía a la calle con un libro que no le gustaba era como sí saliera en pelotas, realmente) y sólo tuvo que escuchar a la gente, junto a su mesa, para tener muchas más razones por las que seguir leyendo el libro que lo vestía.
En la mesa de enfrente se escuchaba con nitidez una conversación que le interesaba, entre un hombre y una mujer que se amaban casi sin proponérselo: ella había leído todos los libros de él; en cambio él no tenía ninguna razón objetiva para amarla mas que haberse dado cuenta de que nadie, nunca, había aterrizado en su vida como lo había hecho ella. En cambio, en la otra mesa, había una mujer y no se escuchaba nada; era como si un terrible silencio se hubiera posado sobre ella igual que se acuesta sobre los campos de trigo la niebla matinal.
Desde ese momento, ella siempre fue para él un bello animal completamente visual. Dejó de fantasear sobre la tesitura de su voz, o si era conveniente alejarse o acercarse más para oírla. La entendía, allí sola, en la mesa, por el lugar que ocupaba y el bodegón que protagonizaba junto a los cubiertos y los enseres. Así pasó toda la comida, enamorándose de ella por su imagen y no por cómo sonaba. Mientras pensaba en ello percibió un ligero golpe de aire sobre la cara y ya no le dio tiempo más que de ver su sombra, por lo que no tuvo más remedio que seguir queriéndola en formato visual, igual que se idolatra a los hijos de los demás en las fotos familiares, con la misma pleitesía visual que se percibe el rojo de las amapolas en los campos de Castilla. Y la convirtió en su unidad de medida.