Te pienso, te leo
Con cuatro años comenzó a aficionarse a la lectura voraz y ya no dejaría de imaginar mundos hasta que un notario de Russafa le comunicó que no podría leer nunca más, "Es que usted ha leído mucho y la mente, como la piel, tiene memoria y una paciencia finita. Yo le veo más de crucero fluviales y de enamorarse en medio de una tienda de flores. Y lo firmo donde haga falta" Al principio no entendía bien por qué alguien se entrometía en una actividad (leer) que él había iniciado de manera autónoma. Había comenzado a hacerlo de la misma manera que empezó a mirar los escotes de las chicas en el tren o a bailar sin quererle pisar los pies a nadie.
Sí. Había empezado a leer desmesuradamente, con tanta angustia, con tanto cariño que casi nadie lograba entenderle. Poco a poco fue descubriendo los besos y los contenidos, y las metáforas y los sinsentidos de los dobles sentidos. También la luz, el tamaño de las luciérnagas. Descubrió que la lectura dibujaba en las espaldas de las mujeres que amaba hiedras en sus manos, y las cubría del todo. ¡El lenguaje que iba adquiriendo con la lectura le separaba tanto de los otros lenguajes!
Con las pocas palabras en común que compartía con el resto de las personas consiguió convencer, a uno de sus vecinos (uno de ésos que siempre tienen algo que alquilar) para que le rentara un bajo. Y abrió, al abrigo del sol, una tienda de flores de colores. No tuvo más remedio que poner en práctica todo aquello que había leído por ahí.
Su primer cliente fue un tipo que entró por la puerta pensando que la tienda era un club de alterne. Mientras caminaba hacia el mostrador se daba cuenta de que allí no encontraría ni a Roxanne ni a Angie, pero todo parecía transmitirle tanta serenidad que llegó, sin bajarse la bragueta, hasta el mostrador. Acostumbrado a las fracciones de media hora, en menos de cinco minutos ya salía por la puerta con un magnífico ramo de flores.
En pocos meses toda su literatura había sembrado los balcones, las terrazas y los patios de plantas de colores. Y aunque ya hacía tiempo que no podía intercambiar ninguna palabra con los demás, cada vez tardaba menos en descubrir qué flor y para qué motivo la quería la persona que entraba por la puerta.
El día antes de cerrar la tienda para embarcarse en un crucero fluvial entró por la puerta una chica con un libro debajo del brazo. Él la leyó de arriba a abajo, la leyó como sólo él sabía leer, como lo había hecho desde pequeño... ¡No sabía hacer otra cosa que leer! Sophie dejó el libro sobre la mesa y él, que se consideraba un viajero, se encontró con la textura de sus tapas y la intensidad de sus ojos. "Es un libro", le dijo Sophie. El vendedor de flores no había visto nunca ningún libro, pero le dieron ganas de abrirlo... y reconoció todo su lenguaje. Al mismo tiempo que revisaba el ejemplar y lo entendía, ella lo observaba a él y lo reconocía. Y se llenaron de música. Y se leyeron definitivamente, ante notario.