Encontrando aquel bar
Encontré el bar con cierta dificultad: con nerviosismo,
esperando acertar a la primera, desechando otros recuerdos, pasos y sombreros
de copa... con el único objetivo de encontrar el bar; con esa dificultad que
folla con la impaciencia y crece como una flor en tu boca.
Encontré el bar y me recordó a 'mi primera vez' en casi
todo. No necesito saber dónde he estado antes para hacer especial el momento en
el que me encuentre y con quien me encuentre.
Mi objetivo, aquel día, era encontrar el bar y lo
encontré, con las mismas dificultades con las que encuentro las llaves de mi
casa en el fondo del bolso.
Encontrar cosas de tu pasado es como cuando se inventó la
heroína para sofocar el dolor de los mutilados en las Guerras Mundiales; buscar
esas mismas cosas es como meterse la aguja en la aorta y bombear, al menos, dos
veces 'el pico' dentro del cuerpo.
Sobre el bar se había cernido toda una ciudad, con
edificios y plantas octavas. Incluso las construcciones acabaron desarrollando
la necesidad arquitectónica de protegerse del resto de edificios, y sentirse,
cada vez, más amadas. Es curioso ver cómo me resultó más fácil entretenerme en
todo lo demás que no tenía nada que ver con el bar que en intentar saber dónde
estaba realmente el garito.
Mientras seguía encontrando el bar iba descubriendo a
esas personas que lo escribieron y a esas cosas que lo explicaron.
Hacía tiempo que no caminaba hacia ningún sitio, pero
ahora este bar no me parece mal destino turístico.
Este bar era el sitio donde la gente iba a encontrarse
terriblemente. Sobre todo aquel tipo
que iba a entretenerse por dentro en el único espacio en el que la gente
hablaba con gran intensidad, sin limitadores ni potenciómetros contra el amor.
Yo quería volver porque me gustaba estar solo. Luego
entraba por la puertecita sin saludar y entendía que no existe la soledad si
alguien te prepara una taza de café con cariño. A veces, allí, se escuchaba
rock... otras, música 'de esa de incienso'.
Allí se empezaron a besar, en la prórroga, los militares
con los labios inferiores de los altos cargos seglares.
También me interesaba encontrar el lugar porque olía a Tokio
y a piso de cuarenta y pocos metros redondos que se cuadraron cuando llegaron
un grupo de pintores a arreglar la fachada del edificio.
Y puede que realmente fuera esa dificultad, ese mismo
nerviosismo con el que se buscan las llaves de casa en el fondo del bolso, el
que nos impide sentarnos en el blanquito sombreado, fresco e inmutable.
Quedarnos allí, no por cansancio, sólo sentarnos. Y mirar hacia la esquina
donde está el bar, y no irse a dormir nunca antes de que florezcan tus dudas en
mi huerto.