Cinco historias mínimas
Las paredes siempre sujetan palabras. Aunque como soporte para sujetar cosas me parece mucho más respetable utilizar la distancia entre tus labios y los míos. Lo he decidido porque no vienen a verme hoy tus viejos olores ni tu nueva falda. Parece que esté condenado a que me quieran por fascículos coleccionables, esos que cada domingo se convierten en tu cárcel.
Las paredes sujetan, siempre, palabras. Los bares mienten en la misma proporción, incluso aritmética, en que están abiertos. Ocupan las agendas de los borrachos con precisión absoluta. Mientras siguen buscando sitios abiertos donde beber, la noche se llena de sombras. A menudo, sombras de color carajillo de Terry.
Siempre son las paredes de las ciudades las que sujetan palabras. Es la forma que tiene la curva de su cuello. La muchacha entiende que eres un peatón que pasa delante de ella y del que no recuerda su espalda. A penas dejó que oliera su camisa. A ella le dijeron una vez, «En diferido. Te tengo en diferido» Se lo dijo un tipo que prefería proponer sus besos a los generales, en las guerras. ¿Y si nos vamos, como el que huye, pero con un cierto desorden? Pensó la muchacha. Puede que le vocearan los perros por la calle y puede que los dueños de las tiendas los llamaran para ayudarles a organizar la mercancía.
Las paredes sujetan las palabras. Hoy el chico se levantó para regalarle atardeceres. Desde la mañana lo tuvo claro: era ese tipo de mañanas, con esos aires de llamar dichosamente la atención, de las que se levantan bien temprano. Al caer el sol aprovechó para ejecutar su regalo. Intentaba capturar, siempre para ella y para ninguna otra, todo por todos los sentidos. Tenía la certeza de que, aunque no estaba allí, percibiría ese atardecer en cuanto le estampara el primer beso en la boca, terrible, tierno y calculador. El muchacho visitaba con su nariz los rincones de aquel ocaso con la intención de contárselos. Había encontrado un medio natural donde quererla, donde entretenerse con el recuerdo del vuelo de su falda. Quería regalarle todos los atardeceres que fuera posible, hasta que no le interesara otra actividad física, laboral o intelectual. Tan decidido estaba a ello que no había puesta de sol en la que no saliera corriendo a devorar los colores, los olores, los besos. No era importante si lo conseguía del todo o no, puesto que se acababa su capacidad de recuerdo y empezaba la de olvidar. Nunca le dijo nada a ella.