Samir sin Amira
Al principio lo reconstruía con tanta avidez que hasta le puse nombre. Con el tiempo me he ido fascinando más por lo que desconozco.
De hecho, cuando miras con atención, todo se reduce a una extraña sensación de felicidad. Mirar, parar, mirar. Es como el bar donde aterrizo cada mañana, después de ver a Samir, caminando, en bicicleta o corriendo.
Es un bar de polígono, con azulejos colgados con frases, con carteles, con Loterías Nacionales... Y también con inquilinos, soles y sombras, bocadillos de blancos y negros, y escandalosas máquinas que sortean dinero. Cada uno de los elementos es, en sí mismo, una brutal máquina de tortura pero todos juntos me recuerdan a los Sex Pistols: escandalosos, duros, crueles y alucinantes. Después sólo queda ponerse en el rincón del bar y cazar sus miedos y los míos con cepos de mar. Y también, leerlos entre líneas, sólo por motivos laborales.
A veces observo a los capataces, que entran allí con sus peones, respirando... pero no sé si están hablando o sobreviviendo. Cada cazalla le pinta un cráter a la luna, cada barrejat los lleva al infierno y a las naves de enfrente. Casi siempre respetan los espacios vitales y los códigos de los caballeros de barra de bar. Sólo con mirarlos uno tiene la certeza de que son grandes científicos porque su objetivo en esta vida es que el mundo funcione mejor.
Y son actores que huyen de las modas, que son epidemias planeadas siniestramente, con cronómetro de cuarzo, en mi bar, en sus trabajos y en los dormitorios de las parejas insomnes. Me encuentro a gusto allí.
Y lo peor de todo: la estupidez nunca pasa de moda. Y lo digo porque hace poco entró por la puerta del bar una persona que no había nacido por aquí, vamos una persona. En ese momento un tipo de la barra le dijo "¿A ti también te gusta el café caliente, eh?" No sé si el hombre era marroquí, tunecino o senegalés, pero lo que sí que sé es que fue educado: lo miró tan fuertemente que los que estábamos allí le hubiéramos partido la cara al capullo de la barra, por solidaridad.
En silencio, pensé que, tal vez, era el padre de Samir y que volví a plantearme mal el hecho de conocer el mundo si sólo me fijaba en lo que sabía de él. Siempre me pregunto si lo que me pasa me gusta, pero lo que yo me contesto no creo que sea nada concluyente. El próximo día me voy a pedir una cazalla y le voy a partir la cara, sin duda.