Ascensor de navidad
Se había muerto casi sin darse cuenta, como se mueren las flores regaladas sin amor, al fondo de los jarrones, en una esquina de la casa. Las personas que más cerca de él habían pasado los último días tampoco se habían percatado de que se apagaba, poco a poco.
Comenzó a morirse el día que se levantó lleno de vitalidad. Se duchó con agua fría, desayunó casi lo de siempre y se cruzó con la vecina de enfrente; la miró de abajo a arriba porque era la manera de no perderse ningún detalle importante, es decir, ningún detalle. Le gustaba olerla antes de mirarla y, sólo con escuchar sus tacones, podía saber si estaba alegre o estaba enfadada. Al poco rato de darse cuenta de la tragedia se fue a trabajar a su pequeña empresa de ascensores automáticos.
Sus empleados siempre le preguntaban por qué había montado la oficina en una planta baja, siendo que su vida giraba entorno a los elevadores. Aunque le preguntaran otra cosa siempre contestaba lo mismo: «la vida, en un momento, te puede cambiar, pero a lo mejor, en ningún momento te cambia la vida». Después se volvía loco apretando tuercas y pensando en inmensos edificios llenos de plantas con zaguanes, donde aterrizar, espacios donde pensarla.
Pero ese día se moría, claramente. A la hora del descanso de sus empleados él construía un ascensor, de abajo a arriba, que explicaba cada olor, cada ruido de tacones y cada curva de su vecina. Y planificaba zaguanes de terciopelo en sus tobillos, rodillas, cintura, pechos y ojos para pensarla como se merecía. Era la hora del descanso pero fallecía... fallecía.
Retomar el trabajo no hizo otra cosa que cerciorar su inminente defunción. Todos sus trabajadores estaban engrasando, ajustando y peleando en las alturas. Él ya había cerrado dos o tres negocios en países remotos. Y, aunque era consciente de lo remoto de Anna (portal 241, piso 14, 2ª) Otto seguía negociando su verticalidad, en medio del miedo y del vértigo. Pactando cómo subirla, desde abajo hasta arriba, fue muriéndose por el camino, casi sin darse cuenta, como muere una flor dentro de un coche aparcado en su cama.
Son las 22:00. La fábrica se apaga. No sabía cómo ocuparse de las macetas del despacho. Siempre lo hacía alguien por él. Poco a poco le fueron denegando permisos para construir el ascensor que llegara hasta el corazón de Anna, de los pies a la cabeza.
Lleno de vitalidad, desechó por completo pasar parte de la vida entera con ella. La convirtió en un gorrión y, primero, la metió en una jaula (imposible).
Después apagó las luces de la empresa, abrió la jaula, cogió dulcemente al gorrión y se lo metió en la boca. Y murió casi sin darse cuenta.
Comenzó a morirse el día que se levantó lleno de vitalidad. Se duchó con agua fría, desayunó casi lo de siempre y se cruzó con la vecina de enfrente; la miró de abajo a arriba porque era la manera de no perderse ningún detalle importante, es decir, ningún detalle. Le gustaba olerla antes de mirarla y, sólo con escuchar sus tacones, podía saber si estaba alegre o estaba enfadada. Al poco rato de darse cuenta de la tragedia se fue a trabajar a su pequeña empresa de ascensores automáticos.
Sus empleados siempre le preguntaban por qué había montado la oficina en una planta baja, siendo que su vida giraba entorno a los elevadores. Aunque le preguntaran otra cosa siempre contestaba lo mismo: «la vida, en un momento, te puede cambiar, pero a lo mejor, en ningún momento te cambia la vida». Después se volvía loco apretando tuercas y pensando en inmensos edificios llenos de plantas con zaguanes, donde aterrizar, espacios donde pensarla.
Pero ese día se moría, claramente. A la hora del descanso de sus empleados él construía un ascensor, de abajo a arriba, que explicaba cada olor, cada ruido de tacones y cada curva de su vecina. Y planificaba zaguanes de terciopelo en sus tobillos, rodillas, cintura, pechos y ojos para pensarla como se merecía. Era la hora del descanso pero fallecía... fallecía.
Retomar el trabajo no hizo otra cosa que cerciorar su inminente defunción. Todos sus trabajadores estaban engrasando, ajustando y peleando en las alturas. Él ya había cerrado dos o tres negocios en países remotos. Y, aunque era consciente de lo remoto de Anna (portal 241, piso 14, 2ª) Otto seguía negociando su verticalidad, en medio del miedo y del vértigo. Pactando cómo subirla, desde abajo hasta arriba, fue muriéndose por el camino, casi sin darse cuenta, como muere una flor dentro de un coche aparcado en su cama.
Son las 22:00. La fábrica se apaga. No sabía cómo ocuparse de las macetas del despacho. Siempre lo hacía alguien por él. Poco a poco le fueron denegando permisos para construir el ascensor que llegara hasta el corazón de Anna, de los pies a la cabeza.
Lleno de vitalidad, desechó por completo pasar parte de la vida entera con ella. La convirtió en un gorrión y, primero, la metió en una jaula (imposible).
Después apagó las luces de la empresa, abrió la jaula, cogió dulcemente al gorrión y se lo metió en la boca. Y murió casi sin darse cuenta.