El ladrón de sueños
Recorría las mañanas explorando parques, muy temprano. Allí, se sentaba en cualquier banco y miraba, olía, escudriñaba marcas de sábanas en la frente, párpados derrotados...en definitiva, era un terco cazador de gente medio dormida.
Aquella misma mañana se iba a retirar del negocio: le suponía demasiadas satisfacciones personales para el poco tiempo que le dedicaba, y éso había acabado por aburrirle tremendamente.
El oficio lo heredó de su padre, que a su vez no lo había heredado de su padre, sino que se lo había robado a un comerciante de colchones de lana.
Iba a dejar el negocio definitivamente. Así que decidió seleccionar bien a su «última persona»: con cierto asombro la reconoció de repente. Era aquella chica a la que le dijo que saltaría las lunas del mes de julio de su boca, en medio de la corriente del río. La muchacha venía desde el fondo del caminito del parque, y le quedaba para llegar a donde él estaba los mismo pasos que el ladrón de sueños recorrió el día que aguantó hasta el final para no darse la vuelta y volver a verla por última vez. En aquella penúltima despedida hubo pocos motivos para olvidarla, aunque los recordaba todos, perfectamente, y en orden de importancia. Cuando la chica llegó hasta donde él estaba tenía una marca de sábana en la cara.
* * * *
Para ella, aquella fue la primera noche de la que se levantaba después de soñar. Leyó cuentos infantiles de pequeña y en el instituto le dijeron que los poetas soñaban despiertos...pero nunca antes había soñado. De hecho la habían abandonado tantas veces a ella como al contrario, por ser demasiado pragmática. Se había levantado, ese mismo día, para dedicar todo el tiempo del mundo a pasear su sueño, una vez despierta, por toda la ciudad. Se vistió cromáticamente, decidiendo cada una de las prendas en función del paraíso del que se había despertado. Incluso calculó las veces que la mirarían y quién lo haría, para decidir su impacto visual. Era tan consciente de que lo que había soñado sería percibido por la gente que estaba despierta, que se maquilló los pantalones, la camisa y la cara. Caminó hacia el fondo del caminito cuando, con cierto asombro, lo reconoció. Era aquel chico que la desnudó sin bajarle ninguna cremallera, dejándola en medio de la noche, enferma de dolores ambientales. Se echó la mano, enseguida, al bolsillo donde guardaba el corazón: le habían robado
* * * *
Él la paró y cerraron los ojos para besarse hasta verse profundamente. No hizo falta robar nada, ya que ella le dio un beso imposible y a él nunca le resultaría imposible darle un beso. Abrió la mano y le devolvió la cartera, despiertos...
Aquella misma mañana se iba a retirar del negocio: le suponía demasiadas satisfacciones personales para el poco tiempo que le dedicaba, y éso había acabado por aburrirle tremendamente.
El oficio lo heredó de su padre, que a su vez no lo había heredado de su padre, sino que se lo había robado a un comerciante de colchones de lana.
Iba a dejar el negocio definitivamente. Así que decidió seleccionar bien a su «última persona»: con cierto asombro la reconoció de repente. Era aquella chica a la que le dijo que saltaría las lunas del mes de julio de su boca, en medio de la corriente del río. La muchacha venía desde el fondo del caminito del parque, y le quedaba para llegar a donde él estaba los mismo pasos que el ladrón de sueños recorrió el día que aguantó hasta el final para no darse la vuelta y volver a verla por última vez. En aquella penúltima despedida hubo pocos motivos para olvidarla, aunque los recordaba todos, perfectamente, y en orden de importancia. Cuando la chica llegó hasta donde él estaba tenía una marca de sábana en la cara.
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Para ella, aquella fue la primera noche de la que se levantaba después de soñar. Leyó cuentos infantiles de pequeña y en el instituto le dijeron que los poetas soñaban despiertos...pero nunca antes había soñado. De hecho la habían abandonado tantas veces a ella como al contrario, por ser demasiado pragmática. Se había levantado, ese mismo día, para dedicar todo el tiempo del mundo a pasear su sueño, una vez despierta, por toda la ciudad. Se vistió cromáticamente, decidiendo cada una de las prendas en función del paraíso del que se había despertado. Incluso calculó las veces que la mirarían y quién lo haría, para decidir su impacto visual. Era tan consciente de que lo que había soñado sería percibido por la gente que estaba despierta, que se maquilló los pantalones, la camisa y la cara. Caminó hacia el fondo del caminito cuando, con cierto asombro, lo reconoció. Era aquel chico que la desnudó sin bajarle ninguna cremallera, dejándola en medio de la noche, enferma de dolores ambientales. Se echó la mano, enseguida, al bolsillo donde guardaba el corazón: le habían robado
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Él la paró y cerraron los ojos para besarse hasta verse profundamente. No hizo falta robar nada, ya que ella le dio un beso imposible y a él nunca le resultaría imposible darle un beso. Abrió la mano y le devolvió la cartera, despiertos...