Siempre en Navidad
No tenía ni fuerzas ni bicicleta para alejarse de ella. Y éso que era Navidad, y nunca había pasado la navidad sin bicicleta ni gasolina en el pecho.
Recordaba que, por estas fechas, su madre le tejía enormes jerséis de ochos de lana; «hijo mío» - le decía - «eres tan sensible que así no puedes salir a la calle». Y pasaba las horas multiplicando tablas de lana del ocho en abrigos, cazadoras o chubasqueros. Luego casi siempre le daba calor y se las quitaba...en ese momento los muchachos de la calle acababan pegándole porque lloraba recordando a Fermina Daza.
En navidad, también conmemoraba el frío del aire en los coches de choque...y aquella tienda en la que colgaba, al fondo del pasillo, el cuadro de un hombre que le estaba dando un beso a una mujer, totalmente desvalida. En aquel entonces la nariz se le endurecía al abrigo del olor de los chicles de fresa y soñaba con Priscilas, reinas de los desiertos...ésas que empezaban a subir la temperatura de los cuerpos.
Era en navidad y no en ningún otro momento, cuando mecanografiaba su nombre por las noches, con la máquina sobre las rodillas, en equilibrio perfecto. Así, de alguna manera la tenía impresa y con aroma a cinta de Olivetti. Le escribía versos desplegando los palos de los Chupa chups, visitaba sus buzones, escondía piedras que habían tocado sus zapatos.
Le dijeron que en navidad el oscuro cielo blanco de los bares, en Tokyo, se llenaba de ternura; y que en cada mesa alguien abandonaba mensajes inenarrables; y abrazaba la hojarasca para comprobar que los árboles, a pesar de ello, no habían muerto. También le comentaron que en navidad las ventanas de los pisos son mapamundis, tatuajes, y si te acuestas por la noche a la gente le sobra mucha más cama que cordura.
En navidad hacía mapas: de dónde iba o hacia dónde venía, sin importarle el orden de los factores. Registraba planos de la casa de sus tíos, de sus ojos...¡tenía tanto miedo a perderse! Pronto desarrolló una tremenda capacidad de orientarse, sobre todo en los supermercados y en los grandes almacenes. Ésto le ayudó a hacer lo propio con los corazones de la gente que quería.
Y llegó, otra vez, la navidad, y con ella dejó su oficio de costurero para buscar mejor fortuna en el difícil arte de morder lunas crecientes. No le iba mal del todo cuando se interesó, nuevamente, por aquel cuadro en el que Klimt amaba incuestionablemente a una mujer que tenía los ojos cerrados y la voluntad empeñada en aquella casa de empeños de la esquina. La tienda ya no estaba allí. En su lugar habían construido una sucursal bancaria y, al lado, una escuela de doma de cebras polares. Su sonrisa desertó del campo de concentración en el que se había convertido su cara, quedándose, nuevamente, sin fuerzas y sin bicicleta para alejarse de ella.
Recordaba que, por estas fechas, su madre le tejía enormes jerséis de ochos de lana; «hijo mío» - le decía - «eres tan sensible que así no puedes salir a la calle». Y pasaba las horas multiplicando tablas de lana del ocho en abrigos, cazadoras o chubasqueros. Luego casi siempre le daba calor y se las quitaba...en ese momento los muchachos de la calle acababan pegándole porque lloraba recordando a Fermina Daza.
En navidad, también conmemoraba el frío del aire en los coches de choque...y aquella tienda en la que colgaba, al fondo del pasillo, el cuadro de un hombre que le estaba dando un beso a una mujer, totalmente desvalida. En aquel entonces la nariz se le endurecía al abrigo del olor de los chicles de fresa y soñaba con Priscilas, reinas de los desiertos...ésas que empezaban a subir la temperatura de los cuerpos.
Era en navidad y no en ningún otro momento, cuando mecanografiaba su nombre por las noches, con la máquina sobre las rodillas, en equilibrio perfecto. Así, de alguna manera la tenía impresa y con aroma a cinta de Olivetti. Le escribía versos desplegando los palos de los Chupa chups, visitaba sus buzones, escondía piedras que habían tocado sus zapatos.
Le dijeron que en navidad el oscuro cielo blanco de los bares, en Tokyo, se llenaba de ternura; y que en cada mesa alguien abandonaba mensajes inenarrables; y abrazaba la hojarasca para comprobar que los árboles, a pesar de ello, no habían muerto. También le comentaron que en navidad las ventanas de los pisos son mapamundis, tatuajes, y si te acuestas por la noche a la gente le sobra mucha más cama que cordura.
En navidad hacía mapas: de dónde iba o hacia dónde venía, sin importarle el orden de los factores. Registraba planos de la casa de sus tíos, de sus ojos...¡tenía tanto miedo a perderse! Pronto desarrolló una tremenda capacidad de orientarse, sobre todo en los supermercados y en los grandes almacenes. Ésto le ayudó a hacer lo propio con los corazones de la gente que quería.
Y llegó, otra vez, la navidad, y con ella dejó su oficio de costurero para buscar mejor fortuna en el difícil arte de morder lunas crecientes. No le iba mal del todo cuando se interesó, nuevamente, por aquel cuadro en el que Klimt amaba incuestionablemente a una mujer que tenía los ojos cerrados y la voluntad empeñada en aquella casa de empeños de la esquina. La tienda ya no estaba allí. En su lugar habían construido una sucursal bancaria y, al lado, una escuela de doma de cebras polares. Su sonrisa desertó del campo de concentración en el que se había convertido su cara, quedándose, nuevamente, sin fuerzas y sin bicicleta para alejarse de ella.