Total de visualitzacions de pàgina:

dijous, de novembre 17, 2011

18 de noviembre de 2011

El chico inconcluso


Al poco de darse cuenta de que adulterando las cosas las llenaba de una nueva energía inexistente hasta ese momento, se echó a llorar como un niño de menos de seis años.
Empezó, por puro inconformismo controlado, a ampliar los contenidos de sus libros de la escuela cotejándolos con amigos y conocidos de otros países, de otros lugares. Por ejemplo, un día se paró en la lección que explicaba el verde incluyendo las acepciones de ese mismo color en Oriente Medio...y así obsesivamente, sucesivamente...
A menudo, sus compañeros se le acercaban para no aburrirse en sus pupitres e incluso algunos profesores dejaban de utilizar sus libros de texto para sumergirse en la libertad de los de él.
El criterio para ampliar la información era, siempre, vecino de la curiosidad: nunca rechazaba nada que no le produjera ese estado de nerviosismo que provoca querer saber las cosas que te muerden el alma, que te completan. Tampoco rechazaba ninguna disciplina en concreto puesto que su indiferencia por lo preestablecido le hacía preocuparse por cualquier otra cosa que no lo fuera.
Así, tropezando con la vida, llegó hasta la literatura, que es como se llega cuando quieres hospitalizar los besos que han pretendido suicidarte. Como estaba relleno de cariño no tuvo tiempo de darse cuenta de que al segundo libro que leyó ya le había añadido cosas: algunos recortes de prensa que hablaban del autor, unas gotas de perfume que le recordaban a alguien que aparecía en la página 59, el rastro de la tinta de aquel verso que quiso tachar, el cerco salado de sus ojos, allí...
A aquellos versos, sin capitán, se le sumaron otros libros con Macondos y romances gitanos; y Nueva York, partida en tres. A todos les iba arañando personalidad, hipotecando parte de su tiempo en secundarlos, participando de su destrucción, muchas veces en medio de la noche. A todos esos libros les fue cortejando la amargura de sus mentiras, hasta que llegaba a las verdades que decía y, en ese momento, siempre encontraba una excusa para participar en el texto. Tantas eran las referencias que iba añadiendo que muchas veces tenía que volver a leer el libro, esta vez, otro, nuevo.
Murió como mueren los libros leídos sin el corazón en la mano. A su entierro acabaron viniendo casi todas las personas anónimas de la ciudad: el panadero, el que pasa con el camión de la basura, de noche. lucero; el indigente del parque inerte, la madre que cruza con su hija por la acera de enfrente cuando yo cruzo por la otra; el taxista que espera, como la luna menguante, a completarse antes de que llegue la primavera...
En cierto modo, eran las únicas personas que tenían que aparecer en su entierro para, definitivamente, completarlo.