Entre una punta y el resto de la lanza
Fue en medio de una gran cantidad de personas malheridas de amor. Una de esas noches que acaban de día, de esas que se convierten en aquellas en pocos minutos. No le asustó darse cuenta, ni se lo contó al cuadro de Gustav, con el que tenía serias conversaciones al pie de la cama.
En definitiva, lo que le pasaba, era que no conseguía ver las cosas en conjunto y se tenía que conformar con los pequeños detalles. Cuando acariciaba la mano de su chica no atinaba a reconstruirla más allá del hombro, por lo que siempre le parecía estar tocando la misma minúscula porción de piel. Incluso cuando la besaba, la miraba con deseo pero no veía nada más por encima de la nariz.
Poco a poco fue reduciendo su percepción de lo colectivo, hasta el punto de que era capaz de estar en medio de una manifestación y relajarse profundamente. De hecho, no había causa perdida a la que no se apuntara para quedarse en el centro de esa nada que a veces reúne a miles de personas... y dormir durante unas horas.
El asunto pronto se extendió a su percepción musical: amigo de las bandas sonoras, esas que explicaban toda una película, tuvo que conformarse con los armónicos de los jaleos y las bamberas. También olvidó la música clásica y el jazz, porque no podía morirse con Chopin ni ver a Vivaldi plantar las flores en primavera.
Fue, como decía al principio, ese día en que por aquel lugar paseaban miles de personas malheridas de amor. Se dio cuenta inmediatamente, cuando chocó contra parte de su cuello. La golpeó con su mentón y supo que la amaría para siempre. Olía a rock y a beso infantil. La chica levantó la mirada y, de entre todas las personas, milagrosamente, sólo le vio a él. A ella le gustaban los mapas sin dragones, más bien físicos que no políticos. Casi nunca se acordaba de su nombre y solía definirse por el reino animal al que pertenecía. Nunca le había tocado a nadie la yema de los dedos, ni había contado las pecas de la espalda de ninguno de sus amantes. Paseaba sin decisión y decidía si paseaba mientras los demás lo decidían. Rompía las hojas de los libros que no tenían descripciones: le aterraba la acción, incluso cuando hablaban los personajes.
El golpe que los unió los dejó en medio de un pasillo estrecho, ése en el que se encontraban por exceso o por defecto. Mientras se disculpaban antes de disculparse, se iban mirando tan intensamente que cada uno de ellos acabó por finalizar al otro: ella le dijo lo que él tenía en mente decirle. Él se calló lo que ella no iba a haberle comentado nunca. Y, en ese espacio de tiempo, sonó de principio a fin Kind of blue; y ella se acordó de su nombre con tanta precisión que tuvo la certeza de que si lo pronunciaba pasaría gran parte del resto de su vida con aquel hombre.
En definitiva, lo que le pasaba, era que no conseguía ver las cosas en conjunto y se tenía que conformar con los pequeños detalles. Cuando acariciaba la mano de su chica no atinaba a reconstruirla más allá del hombro, por lo que siempre le parecía estar tocando la misma minúscula porción de piel. Incluso cuando la besaba, la miraba con deseo pero no veía nada más por encima de la nariz.
Poco a poco fue reduciendo su percepción de lo colectivo, hasta el punto de que era capaz de estar en medio de una manifestación y relajarse profundamente. De hecho, no había causa perdida a la que no se apuntara para quedarse en el centro de esa nada que a veces reúne a miles de personas... y dormir durante unas horas.
El asunto pronto se extendió a su percepción musical: amigo de las bandas sonoras, esas que explicaban toda una película, tuvo que conformarse con los armónicos de los jaleos y las bamberas. También olvidó la música clásica y el jazz, porque no podía morirse con Chopin ni ver a Vivaldi plantar las flores en primavera.
Fue, como decía al principio, ese día en que por aquel lugar paseaban miles de personas malheridas de amor. Se dio cuenta inmediatamente, cuando chocó contra parte de su cuello. La golpeó con su mentón y supo que la amaría para siempre. Olía a rock y a beso infantil. La chica levantó la mirada y, de entre todas las personas, milagrosamente, sólo le vio a él. A ella le gustaban los mapas sin dragones, más bien físicos que no políticos. Casi nunca se acordaba de su nombre y solía definirse por el reino animal al que pertenecía. Nunca le había tocado a nadie la yema de los dedos, ni había contado las pecas de la espalda de ninguno de sus amantes. Paseaba sin decisión y decidía si paseaba mientras los demás lo decidían. Rompía las hojas de los libros que no tenían descripciones: le aterraba la acción, incluso cuando hablaban los personajes.
El golpe que los unió los dejó en medio de un pasillo estrecho, ése en el que se encontraban por exceso o por defecto. Mientras se disculpaban antes de disculparse, se iban mirando tan intensamente que cada uno de ellos acabó por finalizar al otro: ella le dijo lo que él tenía en mente decirle. Él se calló lo que ella no iba a haberle comentado nunca. Y, en ese espacio de tiempo, sonó de principio a fin Kind of blue; y ella se acordó de su nombre con tanta precisión que tuvo la certeza de que si lo pronunciaba pasaría gran parte del resto de su vida con aquel hombre.