Historias de espejos
Tomó la determinación de salir de casa sólo para fijarse en lo que hacían los demás. Lo decidió libremente, ya que no había sido capaz nunca de ser una persona respetable por sí mismo, ordenada, seria, normal...
Lo primero que decidió fue tratar de ordenar su armario imaginando cómo lo tendría organizado la vecina de la puerta siete. Y lo decidió así pues ella era la que mejor y más rápidamente distribuía en bolsas los alimentos en la caja del supermercado. Esta cualidad le pareció extensible también a la ropa interior de sus cajones y, por ende, a su armario.
Le costó dos años y un día imaginarlo todo: dónde, cómo y por qué dejaría su vecina los pantalones, las faldas y los jerseys de cuello alto. Como veía que fumaba siempre mientras conducía, creyó que la chica en cuestión ordenaría por colores las prendas. También se fijó en cómo movía las caderas y, así, dedujo que seguramente tendría un apartado para las camisetas de manga corta durante todo el año. Además la chica respiraba hondo al pasar por la tienda de verduras, y por ello vio claramente que cuando viniera el buen tiempo la chica pasaría días oliendo la ropa y decidiendo cómo configurar los estantes para la época de calor.
El chico ordenó sus horas de trabajo de tal manera que ya no hizo falta calcular a qué hora salía o entraba ella de casa, cuándo iba a comprar, cuándo pasaba frente a la tienda de verduras o a qué hora paseaba su sombra por la acera: él, inherentemente ya se encontraba allí para verlo todo y, así, acabar de organizar el armario de su casa.
Pasados los dos años y el día, cuando tuvo completamente instaurado un nuevo orden en el armario, decidió continuar con su actividad de salir sólo para fijarse en lo que hacían los demás; y continuó modificando su percepción del mundo a través de la chica de la puerta siete.
Esta vez trató de olvidar su vida anterior de golpe imaginando cómo la hubiera olvidado ella. Frecuentemente la veía llorar por las noches, a través de la ventanita que comunicaba ambas cocinas. Determinó que él también debería de llorar, al menos, dos veces por semana cada ocho horas, justo después de las comidas. En cambio, durante mucho tiempo de aquel verano en que se suicidó, no pudo ver con claridad qué actitudes de la chica le podían hacer olvidar a él su lamentable paso por la vida. Por último, decidió pararla, en medio de la calle, mientras el camión de la tienda de repuestos pasaba con su olor a gasolina y polipropileno. Al preguntarle cómo podría olvidar su anterior vida ella le contestó, «he gastado tanto el olvido que en sus restos ha acabado leyéndose mi destino»
Lo primero que decidió fue tratar de ordenar su armario imaginando cómo lo tendría organizado la vecina de la puerta siete. Y lo decidió así pues ella era la que mejor y más rápidamente distribuía en bolsas los alimentos en la caja del supermercado. Esta cualidad le pareció extensible también a la ropa interior de sus cajones y, por ende, a su armario.
Le costó dos años y un día imaginarlo todo: dónde, cómo y por qué dejaría su vecina los pantalones, las faldas y los jerseys de cuello alto. Como veía que fumaba siempre mientras conducía, creyó que la chica en cuestión ordenaría por colores las prendas. También se fijó en cómo movía las caderas y, así, dedujo que seguramente tendría un apartado para las camisetas de manga corta durante todo el año. Además la chica respiraba hondo al pasar por la tienda de verduras, y por ello vio claramente que cuando viniera el buen tiempo la chica pasaría días oliendo la ropa y decidiendo cómo configurar los estantes para la época de calor.
El chico ordenó sus horas de trabajo de tal manera que ya no hizo falta calcular a qué hora salía o entraba ella de casa, cuándo iba a comprar, cuándo pasaba frente a la tienda de verduras o a qué hora paseaba su sombra por la acera: él, inherentemente ya se encontraba allí para verlo todo y, así, acabar de organizar el armario de su casa.
Pasados los dos años y el día, cuando tuvo completamente instaurado un nuevo orden en el armario, decidió continuar con su actividad de salir sólo para fijarse en lo que hacían los demás; y continuó modificando su percepción del mundo a través de la chica de la puerta siete.
Esta vez trató de olvidar su vida anterior de golpe imaginando cómo la hubiera olvidado ella. Frecuentemente la veía llorar por las noches, a través de la ventanita que comunicaba ambas cocinas. Determinó que él también debería de llorar, al menos, dos veces por semana cada ocho horas, justo después de las comidas. En cambio, durante mucho tiempo de aquel verano en que se suicidó, no pudo ver con claridad qué actitudes de la chica le podían hacer olvidar a él su lamentable paso por la vida. Por último, decidió pararla, en medio de la calle, mientras el camión de la tienda de repuestos pasaba con su olor a gasolina y polipropileno. Al preguntarle cómo podría olvidar su anterior vida ella le contestó, «he gastado tanto el olvido que en sus restos ha acabado leyéndose mi destino»