Cuento de otoño
En medio del jardín recibía los besos de las hojas caídas como hace el sargento con las condecoraciones: el pecho abierto, los ojos vivos como estrellas y el alma llena.
Reconstruía el trayecto de los pájaros sobre las copas por puro empirismo, ya que llevaba años veraneando en el mismo pedacito de banco todos los otoños. También se permitía el lujo de adivinar la tonadilla que sonaba sobre las ramas, e increpaba a los que paseaban por allí, puesto que no entendían de violines ni de vientos del sur.
Cuando le pedía a su jefe el mes libre para meterse en esa maravillosa jaula otoñal, los compañeros de la oficina le regalaban una bufanda, una gorra y le compraban el periódico de la mañana. Él se limpiaba las gafas y se despedía de los vecinos de la escalera, insinuándoles que le fueran a ver al parque, algún día, tal vez.
Recostado en su pasado, seguía viviendo su presente como si nunca fuera a vivir nadie después de él. Por eso cuando escupía, encima de las hojas de los árboles, recordaba a su madre y odiaba a su nieto.
Cuando los viandantes pasaban por su lado, sin saber dónde empezaba el banco y dónde acababa el hombre, giraban la cabeza con ganas de vomitar, y se quedaban con un nudo en el estómago hasta que conseguían darse un beso. Tanto se extrañaban unos de otros (el anciano empírico sentado y los que pasaban por delante de sus escupitajos) que pronto hubo en aquella parte del parque una tensión otoñal, llena de cosas que se caen de los bolsillos y de cosas que caben en los árboles...
Lo peor de todo es que el hombre hacía tiempo que dejó de preguntarse si aquel era el mejor sitio del parque para sentarse y de si aquello que hacía era la mejor manera de llevarse bien con los demás.
Pronto se necesitaron más de cien personas para entender por qué aquel tipo se dejaba morir, calculando el trayecto de los pájaros, sobre las copas. Se llegó a la conclusión de que alguien debería hacerle un mapa, ya que el ser humano no ha entendido su esencia hasta que no le ha dado forma con meridianos y paralelos.
Muchos fueron los que intentaron entender su otoño, dibujarlo, hacer cartografía de aquel momento. Llegaron de casi todos los rincones y lo midieron con precisión hasta tenerlo completamente delimitado Tenían en ese momento tan claro dónde empezaba el banco y dónde el hombre que pensaron en inaugurar una religión al respecto. De hecho hasta ese momento nunca se supo con tanta certeza que una persona se había tragado el otoño en un banco del parque de la ciudad.
Al tipo no le quedó más remedio que irse a trabajar y pedir las vacaciones para el próximo invierno.
En medio del jardín recibía los besos de las hojas caídas como hace el sargento con las condecoraciones: el pecho abierto, los ojos vivos como estrellas y el alma llena.
Reconstruía el trayecto de los pájaros sobre las copas por puro empirismo, ya que llevaba años veraneando en el mismo pedacito de banco todos los otoños. También se permitía el lujo de adivinar la tonadilla que sonaba sobre las ramas, e increpaba a los que paseaban por allí, puesto que no entendían de violines ni de vientos del sur.
Cuando le pedía a su jefe el mes libre para meterse en esa maravillosa jaula otoñal, los compañeros de la oficina le regalaban una bufanda, una gorra y le compraban el periódico de la mañana. Él se limpiaba las gafas y se despedía de los vecinos de la escalera, insinuándoles que le fueran a ver al parque, algún día, tal vez.
Recostado en su pasado, seguía viviendo su presente como si nunca fuera a vivir nadie después de él. Por eso cuando escupía, encima de las hojas de los árboles, recordaba a su madre y odiaba a su nieto.
Cuando los viandantes pasaban por su lado, sin saber dónde empezaba el banco y dónde acababa el hombre, giraban la cabeza con ganas de vomitar, y se quedaban con un nudo en el estómago hasta que conseguían darse un beso. Tanto se extrañaban unos de otros (el anciano empírico sentado y los que pasaban por delante de sus escupitajos) que pronto hubo en aquella parte del parque una tensión otoñal, llena de cosas que se caen de los bolsillos y de cosas que caben en los árboles...
Lo peor de todo es que el hombre hacía tiempo que dejó de preguntarse si aquel era el mejor sitio del parque para sentarse y de si aquello que hacía era la mejor manera de llevarse bien con los demás.
Pronto se necesitaron más de cien personas para entender por qué aquel tipo se dejaba morir, calculando el trayecto de los pájaros, sobre las copas. Se llegó a la conclusión de que alguien debería hacerle un mapa, ya que el ser humano no ha entendido su esencia hasta que no le ha dado forma con meridianos y paralelos.
Muchos fueron los que intentaron entender su otoño, dibujarlo, hacer cartografía de aquel momento. Llegaron de casi todos los rincones y lo midieron con precisión hasta tenerlo completamente delimitado Tenían en ese momento tan claro dónde empezaba el banco y dónde el hombre que pensaron en inaugurar una religión al respecto. De hecho hasta ese momento nunca se supo con tanta certeza que una persona se había tragado el otoño en un banco del parque de la ciudad.
Al tipo no le quedó más remedio que irse a trabajar y pedir las vacaciones para el próximo invierno.