La mujer del tiempo
¡Cuánto me parezco al hombre del tiempo y cuánto tiempo me está costando convertirme en algo a lo que se le pueda llamar hombre!
Si es primavera, todo lo demás también es primavera. Me apetece subir a los tejados y comprarme un abrigo de hojas de parra. Es un concepto un tanto floral, sobre todo porque la transformación nos convierte en unos incuestionables capullos. Vuelvo a reconocerme en los espejos y saludo a los vecinos por los rellanos. Climatológicamente hablando es como si Mr Hyde no tuviera doctor que lo curara, ¡ y eso me parece maravilloso!
Si es verano, y si es de noche, y si el cielo se queda preñado de estrellas, me gusta quedarme un ratito a tu lado, a buscar maragatos por tu escote de perro demasiado faldero. Desarrollo una extraña alergia primaveral a esta estación, supongo que porque en la contradicción me encuentro como sentado desnudo en un sofá de escay: fresco, pegado y con un aire «retro» difícilmente justificable en los tiempo que corren. Si es verano me gusta ser Frank Sinatra, aunque sólo conozco a una persona que lo haya logrado y en cuanto lo consiguió la voz se le hizo añicos: empezó a ser persona a la vez que dejó de hablar.
Si es otoño, nunca lo reconozco, como lo haría un buen hombre del tiempo. Sigo en manga corta por la ciudad, hasta que me constipo y ni aun así admito la identidad del mes. Otoño es el cálido beso en la frente que le da el novio de la vida a su novia en el lecho de muerte. Otoño es una pasarela hacia el peor de los destinos que puede tener una máquina expendedora de besos robados.
Si es invierno, mejor que sea en medio de una tormenta, y que decidas tú dónde deben caer cada una de las gotas. A mí, en invierno, todo me da exactamente igual.
Pero si es primavera, otra vez, climatológicamente hablando, enciendo la televisión y me encuentro entre anticiclones sin fisuras y borrascas necesarias para comprarme un gramo de tu ternura. Lo que es cíclico nos molesta porque nos recuerda a la muerte, y por éso cuando dan más de las nueve de la noche y el hombre del tiempo acecha tras los deportes, nos ponemos nerviosos. Aunque sabemos que vuelve a ser primavera, observamos a ese individuo y nos reconocemos en cada una de las precipitaciones que predice, en cada rayo de sol que decide quitarle a la luna. Detrás está el mundo, dibujado en sus límites, como nos gusta muchas veces que permanezcan las cosas. Decide presiones atmosféricas y eclipses lunares en nuestra piel...
Y por éso, todo el tiempo que tarde en convertirme en hombre, quiero debérselo y dedicárselo a la mujer del tiempo.
¡Cuánto me parezco al hombre del tiempo y cuánto tiempo me está costando convertirme en algo a lo que se le pueda llamar hombre!
Si es primavera, todo lo demás también es primavera. Me apetece subir a los tejados y comprarme un abrigo de hojas de parra. Es un concepto un tanto floral, sobre todo porque la transformación nos convierte en unos incuestionables capullos. Vuelvo a reconocerme en los espejos y saludo a los vecinos por los rellanos. Climatológicamente hablando es como si Mr Hyde no tuviera doctor que lo curara, ¡ y eso me parece maravilloso!
Si es verano, y si es de noche, y si el cielo se queda preñado de estrellas, me gusta quedarme un ratito a tu lado, a buscar maragatos por tu escote de perro demasiado faldero. Desarrollo una extraña alergia primaveral a esta estación, supongo que porque en la contradicción me encuentro como sentado desnudo en un sofá de escay: fresco, pegado y con un aire «retro» difícilmente justificable en los tiempo que corren. Si es verano me gusta ser Frank Sinatra, aunque sólo conozco a una persona que lo haya logrado y en cuanto lo consiguió la voz se le hizo añicos: empezó a ser persona a la vez que dejó de hablar.
Si es otoño, nunca lo reconozco, como lo haría un buen hombre del tiempo. Sigo en manga corta por la ciudad, hasta que me constipo y ni aun así admito la identidad del mes. Otoño es el cálido beso en la frente que le da el novio de la vida a su novia en el lecho de muerte. Otoño es una pasarela hacia el peor de los destinos que puede tener una máquina expendedora de besos robados.
Si es invierno, mejor que sea en medio de una tormenta, y que decidas tú dónde deben caer cada una de las gotas. A mí, en invierno, todo me da exactamente igual.
Pero si es primavera, otra vez, climatológicamente hablando, enciendo la televisión y me encuentro entre anticiclones sin fisuras y borrascas necesarias para comprarme un gramo de tu ternura. Lo que es cíclico nos molesta porque nos recuerda a la muerte, y por éso cuando dan más de las nueve de la noche y el hombre del tiempo acecha tras los deportes, nos ponemos nerviosos. Aunque sabemos que vuelve a ser primavera, observamos a ese individuo y nos reconocemos en cada una de las precipitaciones que predice, en cada rayo de sol que decide quitarle a la luna. Detrás está el mundo, dibujado en sus límites, como nos gusta muchas veces que permanezcan las cosas. Decide presiones atmosféricas y eclipses lunares en nuestra piel...
Y por éso, todo el tiempo que tarde en convertirme en hombre, quiero debérselo y dedicárselo a la mujer del tiempo.