No ver, no hablar, no oír
Cuando ceno con amigos sordos veo mucho más de lo que escucho, por solidaridad. Y cuando lo hago con gente que habla demasiado me pasa exactamente lo mismo, pero muy a mi pesar, me doy cuenta mucho más tarde. Así que salgo a cenar con mis iguales para encontrarme, pasada la media moche, con sordos y charlatanes. Y éso es porque las diferencias me gustan, y si son insalvables, me fascinan.
Así que el otro día, en mitad de la noche (para la cenicienta las 00:00 pero para mí una o dos horas más tarde) aparecieron dos amigos sordos que me enseñaron a leer los labios, los ojos y las cartas de los restaurantes baratos. Como no hay nada mejor que sentirse alumno para ser un buen profesor, aprendí, dejé de oír e incluso conté chistes en el idioma de los signos.
Y en ese momento me acordé de que, una vez, vi que había un puzle de mil piezas de Jimi Hendrix: un tipo al que alguien tuvo la infeliz idea de reducirlo a un rompecabezas... ¡de sólo mil piezas! Así que me pareció una temeridad y seguí disfrutando del momento sin paciencia para montarlo.
Ser sordo es lo más sensato que me ha pasado en los últimos cuatro excesos porque mis gestos, ahora, son más de lo que soy sin ellos. Cuando quiera un poco de cordura en mi vida llamaré a los bomberos del infierno.
Durante toda la noche (y parte de la madrugada) fui capaz de comunicarme con las manos. A mí siempre me pareció que las palabras valían más que los cayos de las extremidades, pero aquella noche, cerveza en mano, me di cuenta de todo lo contrario; y de que lo contrario lo explicaba todo.
Por éso empecé a fijarme en mis manos, pequeñas y rajadas por la vida. Cuando tocaba, oía; y mientras lo hacía dejaba de oír. Sentirse comprendido cuando se habla no tiene ningún mérito si se compara con comprender una caricia. Lo primero y lo segundo lo inventaron los romanos (o antes) pero lo que hay en medio es cosa del siglo XXI.
Y en esas me encontré, cenando con dos sordos, en medio de un pub, oyéndolo todo. Y la gente se preguntaba por qué nos decíamos las cosas sin hablar, como la vida en pareja. A mí me dieron ganas de casarme pero que no me oigan mis amigos sordos.
Anoche lo vi lo suficientemente claro: sin lo suficiente, lo bastante me viene, a veces, un poco demasiado grande.
Y entre que uno oía poco por la oreja derecha y que el otro medía demasiado, entendí que los dos amigos que vinieron de Andalucía se sacaron el carné de sordos para no oír lo que se publicaba en los diarios. Sobre todo si se titula, en la más absoluta oscuridad auditiva, Calle Melancolía.
Así que el otro día, en mitad de la noche (para la cenicienta las 00:00 pero para mí una o dos horas más tarde) aparecieron dos amigos sordos que me enseñaron a leer los labios, los ojos y las cartas de los restaurantes baratos. Como no hay nada mejor que sentirse alumno para ser un buen profesor, aprendí, dejé de oír e incluso conté chistes en el idioma de los signos.
Y en ese momento me acordé de que, una vez, vi que había un puzle de mil piezas de Jimi Hendrix: un tipo al que alguien tuvo la infeliz idea de reducirlo a un rompecabezas... ¡de sólo mil piezas! Así que me pareció una temeridad y seguí disfrutando del momento sin paciencia para montarlo.
Ser sordo es lo más sensato que me ha pasado en los últimos cuatro excesos porque mis gestos, ahora, son más de lo que soy sin ellos. Cuando quiera un poco de cordura en mi vida llamaré a los bomberos del infierno.
Durante toda la noche (y parte de la madrugada) fui capaz de comunicarme con las manos. A mí siempre me pareció que las palabras valían más que los cayos de las extremidades, pero aquella noche, cerveza en mano, me di cuenta de todo lo contrario; y de que lo contrario lo explicaba todo.
Por éso empecé a fijarme en mis manos, pequeñas y rajadas por la vida. Cuando tocaba, oía; y mientras lo hacía dejaba de oír. Sentirse comprendido cuando se habla no tiene ningún mérito si se compara con comprender una caricia. Lo primero y lo segundo lo inventaron los romanos (o antes) pero lo que hay en medio es cosa del siglo XXI.
Y en esas me encontré, cenando con dos sordos, en medio de un pub, oyéndolo todo. Y la gente se preguntaba por qué nos decíamos las cosas sin hablar, como la vida en pareja. A mí me dieron ganas de casarme pero que no me oigan mis amigos sordos.
Anoche lo vi lo suficientemente claro: sin lo suficiente, lo bastante me viene, a veces, un poco demasiado grande.
Y entre que uno oía poco por la oreja derecha y que el otro medía demasiado, entendí que los dos amigos que vinieron de Andalucía se sacaron el carné de sordos para no oír lo que se publicaba en los diarios. Sobre todo si se titula, en la más absoluta oscuridad auditiva, Calle Melancolía.